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Full text of "Las de Caín : comedia en tres actos"

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THE  LIBRARY  OF  THE 

UNIVERSITY  OF 

NORTH  CAROLINA 

AT  CHAPEL  HILL 


ENDOWED  BY  THE 
DIALECTIC  AND  PHILANTHROPIC 
^^^^^___     SOCIETIES 

BUILDING  USE  OHÍ^ 

PQ6217 

vol*  18 
no.  1-17 


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1976 


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SERAFÍN     Y    JOAQUÍN 
ÁLVAREZ    QUINTERO 


LAS   DE£AÍN 

COMEDIA    EN  TRES  ACTOS 


MADRID 
191  7 


LAS   DE   CAÍN 


Esta  obra  es  propiedad  de  sus  autores. 

Los  representantes  de  la  Sociedad  de  Autores  Españoles 
son  los  encargados  exclusivamente  de  conceder  o  negar  el 
permiso  de  representación  y  del  cobro  de  los  derechos  de 
propiedad. 

Droits  de  représentation,  de  traduction  et  de  reproduction 
reserves  pour  tous  les  pays,  y  compris  la  Suéde,  la  Norvége 
eí  la  Hollande. 

Copyright,  1917,  by  S.  y  J.  Alvarez  Quintero. 


SEGUNDA     EDICIÓN 


SERAFÍN    Y    JOAQUÍN 
ÁLVAREZ    QUINTERO 


LAS   DE   CAÍN 


COMEDIA   EN   TRES   ACTOS 


Estrenada  el  3  de  octubre  de  1908  en  los  Teatros  de  la  Comedia, 

Eldorado,  San  Femando  y  Rosalía  de  Castro, 

de  Madrid,  Barcelona,  Sevilla  y  Vigo,  respectivamente. 


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MADRID 
I  9  I  7 


MADRID— Imp.  Clásica  Española,  Cardenal  Cisneros,  lo.— Teléi.  443^ 


AL     INSIGNE     MAESTRO     DE     LA     NOVELA 

Y    DEL    TEATRO 

DON    BENITO    PÉREZ    GALDÓS 

SUS     APASIONADOS 

ADMIRADORES    Y    DEVOTÍSIMOS    AMIGOS 

LOS     AUTORES 


REPARTO 


PERSONAJES  ACTORES 

DOÑA  ELVIRA  HORCAJO 

DE  CAÍN Irene  Alba. 

ROSALÍA Nieves  SuXrez. 

MARUCHA Concha  Ruiz. 

ESTRELLA Mercedes  Pérez  de  Vargas. 

AMALIA María  Carbone. 

FIFÍ Esperanza  Bedoya. 

DOÑA  JENARA Julia  Martínez. 

BRÍGIDA Ana  Quijada. 

DON  SEGISMUNDO  CAÍN  Y 

DE  LA  MUELA José  Santiago. 

EL  TÍO  CAYETANO Rafael  Ramírez. 

ALFREDO Manuel  González. 

MARÍN José  Calle. 

PEPÍN  CASTROLEJO Ernesto  Vilches. 

TOMÁS Juan  CatalX. 

UN  GUARDA Pedro  Zorrilla. 

EMILIO  VÁZQUEZ Antonio  SuXrez. 

UN  BARQUILLERO Emilio  Ruiz  Santiago. 

UN  LACAYO N.  N. 

UN  POLLITO Emilio  Ruiz  Santiago. 


En  Barcelona,  Sevilla  y  Vigo,  estrenaron  esta  comedia, 
respectivamente,  las  compañías  de  Balaguer  y  Larra,  Rosa- 
rio Pino  y  Emilio  Thuillier,  y  Carmen  Cobeña. 


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ACTO  PRIMERO 


Pequeña  glorieta  entre  las  alamedas  frondosas  de  un  paseo 
público,  en  Madrid.  Tres  bancos  de  piedra:  dos  de  ellos 
en  el  primer  término  de  la  derecha  y  de  la  izquierda,  y 
uno  al  foro.  Es  por  la  mañana,  en  el  mes  de  abril. 

Tomás  está  sentado  en  el  banco  de  la  derecha  del 
actor ^  estudiando  en  unos  apuntes.  Es  un  jovenzuelo 
de  la  clase  media,  que  viste  sencillamente  y  sin  aliño 
alguno. 

Tomás.  Después  de  un  rato  de  lectura.  [Qué  pesa- 
do es  esto!...  ¡Qué  opio!...  ¡Lo  que  me  importará  a  mí 
que  paguen  o  no  paguen  derechos  de  aduanas  las  es- 
ponjas! Deja  los  apuntes  sobre  el  banco ^  y  se  pone  a 
cantar  una  cancioncilla  ligera^  para  explayar  su  es- 
píritu. 

El  Guarda  del  paseo  sale  por  la  izqtiierda  y  se  di- 
rige a  él. 

Guarda.     Buenos  días,  señorito. 

Tomás.     Buenos  días. 

Guarda.     Usté  despense  una  pregunta. 

Tomás.     Si  no  ha  de  ser  del  programa,  venga. 

Guarda.  ¿"Esas  señoritas,  usté  me  comprende, 
que  vienen  a  esta  glorieta  muchas  mañanas,  y  que 
ayer  también  estuvieron,  me  comprende  usté,  sabe 
usté  si  han  perdido  aquí  alguna  cosa.'^ 

Tomás.  Hombre,  sí:  echaron  de  menos  un  aba- 
nico. 

Guarda.     Un  abanico.  ¿Usté  lo  conoce? 


10  LasdeCain 

Tomás.     Es  posible. 

Guarda.  A  ver  si  es  éste  por  un  casual.  Le  da 
uno  que  trae  guardado. 

Tomás.  Sí,  señor:  éste  es.  Tiene  aquí  el  nombre 
de  la  dueña. 

Guarda.  Pues  si  el  señorito  quiere  hacerme  el  fa- 
vor de  entregárselo... 

Tomás.     Ya  lo  creo.  Y  muchas  gracias. 

Guarda.  No  las  merece,  señorito.  Es  el  deber  de 
uno,  en  concencia.  Porque  si  uno,  ;usté  me  compren- 
de? se  encuentra  una  cosa  que  no  es  suya,  ¿me  com- 
prende usté?  uno,  ¿usté  me  comprende?... 

Tomás.  ¡Vaya  si  lo  comprendo  a  usted!  Le  da  una 
propina.  Tome  para  unos  cigarrillos. 

Guarda.  Se  estima.  No  quería  yo  nada;  pero  se 
estima.  Porque  ya  sabe  el  señorito  que  lo  que  caiga 
en  mis  manos  seguro  lo  tiene.  Lo  mismo  le  entrego 
a  usté  esa  porquería  de  abanico  que  una  alhaja  de 
precio. 

Tomás.     Ya,  ya. 

Guarda.  Mirando  hacia  la  derecha  del  foro. 
¡Anda  con  Dios!  ¡Qué  bestias  son  algunas!  Y  no  es 
criticación. 

Tomás.     ¿Por  qué  lo  dice? 

Guarda.  ¡Arrepare  usté  en  aquella  niñera!  Ya  se 
sentó  en  el  verde.  Ni  que  la  regañe  ni  que  no,  toas 
las  mañanas  ha  de  hacer  lo  mismo.  ¡Al  verde!  Paece 
que  en  lugar  de  chicos  trai  borregos.  Chillándole  y 
yéndose  hacia  ella.  ¡Eh!  ¡Señora!  ¡Que  no  está  usté  en 
su  casa!  ¡Señora! 

Por  la  izquierda  del  foro  llega  Pepin  Castrolejo, 
antes  que  desaparezca  el  Guarda.  Es  un  gomo  sillo  adi- 
nerado^ de  poquísimo  fósforo  en  la  mollera  y  con  pre- 
tensiones de  hombre  de  mundo, 

Pepín.     Hola,  Tomás. 

Tomás.     Hola. 


A  c  t  o  p  r  imer  o  ii 

Pepín.     ^'No  han  venido  las  niñas  todavía? 

TomAs.     Todavía  no. 

Pepíx.     Bueno,  vamos  a  ver:  :cuál  es  el  colmo...} 

Tomás.  Hombre,  ¿-ya  empieza  usted  con  colmos  y 
con  chistes? 

Pepíx.  ¡Si  no  tengo  otra  cosa  que  hacer!  Éste  me 
ha  desvelado  toda  la  noche.  Se  me  ocurrió  al  meter- 
me en  la  cama,  y  no  lo  he  podido  dejar.  ¿-Cuál  es  el 
colmo...}  No;  no...  Por  más  que  sí...  ¿Cuál  es  el  colmo 
de  la  costurera  interesada? 

Tomás.     ¡Qué  sé  yo! 

Pepíx.  Fíjese  usted,  hombre:  el  colmo  de  la  cos- 
turera interesada. 

Tomás.     No  lo  acierto;  no. 

Pepíx.  ¡Hacerle  el  amor  a  un  guarda -agujas! 
¡Jeeeee!  Se  He  de  una  manera  muy  peculiar,  como 
siempre  que  tiene  algún  chispazo  de  ingenio. 

Tomás.     ¡Vamos! 

Pepín.  Esta  tarde  lo  digo  en  el  Círculo  y  me  tiran 
por  el  balcón.  ¿Y  usted  estaba  estudiando? 

Tomás.  Por  matar  el  tiempo,  mientras  viene  la 
novia... 

Pepíx.     ¿Se  prepara  usted  para  Aduanas,  eh? 

Tomás.  Todos  los  años  me  preparo  para  alguna 
cosa.  Pero  no  me  presento  nunca.  Usted  calcule: 
siempre  son  tres  o  cuatro  mil  opositores  y  cuatro  o 
cinco  plazas ¿Y  va  a  estar  una  de  las  cuatro  o  cin- 
co esperando  a  que  yo  llegue  y  la  coja?  ¡Eso  es  so- 
ñar despierto! 

Pepín.     Entonces,  ¿para  qué  se  prepara  usted? 

Tomás.  Si  en  realidad  no  me  preparo:  hago  que 
estudio,  por  no  disgustar  a  mi  madre.  Y  me  dedico 
a  hablar  con  la  novia.  En  la  vida  se  aprende  más  que 
en  los  libros. 

Pepín.  ¡Oh!  ¡Qué  peste  de  Hbros!  Los  libros  son 
para  los  sabios.  Yo,  gracias  a  Dios,  acabé  ya  mi  ca- 


12  Las  dt   C ain 

rrerita,  y  no  perderé  la  vista  leyendo,  como  no  sean 
novelas  verdes.  ¡Jeeeee! 

Tomás.     ^'Qué  carrera  tiene  usted? 

Pepín.  ¡Vaya  una  pregunta  1  La  de  abogado. 
Me  consiguió  papá  un  pase  de  ferrocarriles,  y  he 
visto  todas  las  Universidades  de  España.  Lo  que 
yo  le  decía  a  papá  :  ¡  esto  sí  que  es  una  carrera! 
iJeeeeel 

Tomás.  Como  que  no  se  puede  estudiar.  Y  me- 
nos cuando  se  acerca  mayo,  que  es  cuando  suele  ha- 
cer más  falta.  ¡Se  pone  Madrid  que  no  hay  quien  coja 
un  librol  ¡Qué  cielo!  ¡Qué  muchachas!  ¿Qué  tal  lleva 
usted  sus  pretensiones.? 

Pepín.  Viento  en  popa  a  toda  vela.  Yo  de  leyes 
no  sabré,  pero  de  estos  lances... 

Tomás.  Donde  tiene  usted  que  venir  es  a  la  casa, 
por  las  noches.  ¡Son  unas  tertulias  deliciosas! 

Pepín.     ¿-Sí,  eh.''  <;Se  juega  al  escondite? 

Tomás.  Se  juega,  se  juega.  Y  cuidado  que  la 
mamá  se  cala  a  lo  mejor  las  gafas  negras,  y  no  sabe 
usted  cuándo  lo  está  mirando. 

Pepín.  ¡Jeeeee!  ¡Lo  que  me  gustan  a  mí  esos  de- 
talles! ¿Qué  tiempo  lleva  usted  de  relaciones  con 
Amalia? 

Tomás.  Cinco  o  seis  meses.  La  pretendí  por  no 
estudiar;  entré  en  relaciones  con  ella  por  no  estu- 
diar... y  vengo  aquí  algunas  mañanas  y  voy  a  su  casa 
de  noche,  por  no  estudiar. 

Pepín.  Pues  yo,  la  verdad,  amigo  —  confianza 
por  confianza,  —  me  he  acercado  al  río  por  ver  lo 
que  se  pesca,  naturalmente.  No  se  vaya  usted  a 
figurar  que  soy  tan  tonto  como  para  tomarlo  en 
serio. 

Tomás.     Ah,  pues  viva  usted  alerta. 

Pepín.     ^'Alerta? 

Tomás.     ¿Usted  no  tiene  noticias  de  esa  familia? 


Acto  primer  o  13 

Pepín.  Muy  pocas.  Sé  que  don  Segismundo,  el 
papá  —  (qué  gran  tipo!  —  es  profesor  de  lenguas 
vivas,  y  que  las  niñas  son  muy  cursilitas,  las  po- 
bres. 

Tomás.  Pues  veo  que  está  usted  en  ayunas.  ¡Las 
de  Caín  son  famosas  en  todo  Madridl  Mire  usted,  es 
tradicional:  muchacho  que  entra  en  aquella  casa,  ése 
ya  no  sale  soltero. 

Pepín.     ¡Caramba! 

Tomás.  Así,  así.  Las  hermanitas  eran  ocho.  Pues 
sólo  en  el  año  pasado  se  casaron  tres. 

Pepín.     Y  ^-usted  no  tiene  miedo.^ 

Tomás.  Yo,  ninguno.  Si  fuera  un  partido,  lo  ten- 
dría; ¡pero  si  soy  una  calamidad!  Sin  dinero,  sin  ca- 
rrera, sin  ganas  de  estudiarla,  ^-qué  padre  me  va  a 
querer  a  mí  para  una  hija?  Sobre  que,  en  último  caso, 
lo  mismo  se  me  da  casarme  que  no  casarme:  ¡con 
tal  de  no  hacer  oposiciones,  todo  va  bien! 

Pepín.     ¡Ay,  qué  gracia! 

Tomás.  Pero  usted,  que  es  hombre  de  cuartos,  y 
de  posición,  y  de...  ándese  con  ojo. 

Pepín.  No  sea  usted  criatura,  Tomás.  Bueno, 
como  usted  apenas  me  conoce,  no  sabe  la  clase  de 
punto  que  soy  yo.  Pregúnteles  usted  a  los  camare- 
ros de  la  Bombilla.  ¿Qué  apostamos  a  que  hoy  me 
declaro  a  la  niña  esa...  y  el  mes  que  viene  ya  he  pa- 
sado del  primer  capítulo.'* 

Tomás.     Usted  allá. 

Se  presenta  por  la  derecha  del  foro  ^  paseando  repo- 
sadamente, el  tío  Cayetano.  Es  un  señor  omnipotente^ 
que  está  hueco.  A  un  pájaro  que  mire  en  la  rama.,  es 
para  brindarle  protección.  Viste  bien,  pero  a  gusto  del 
sastre.  A  pocos  pasos  lo  sigue  un  Lacayo.,  con  un  ga- 
bán de  entretiempo  al  brazo. 

Tío  Cayetano.  Reparando  en  Tomás.  ¡Oiga!  ¡Qué 
encuentro  más  inesperado!  ¡Tomasillo! 


14  Las  de    Caín 

Tomás.  Acercándosele.  ¡Señor  don  Cayetano! 
¿•Cómo  está  usted? 

Tío  Cayetano.     Bien,  ly  tú,  perillán? 

Tomás.     ¡Se  vive!  A  dar  un  paseíto,  ¿no? 

Tío  Cayetano.  Y  a  tomar  mi  vaso  de  leche.  Yo, 
desde  que  entra  abril,  ya  se  sabe:  como  se  me  ocurra 
pasear  alguna  mañana,  no  perdono  mi  vaso  de  leche. 
¿Y  tú? 

Tomás.     Esperando  a  la  novia. 

Tío  Cayetano.  Me  lo  había  figurado.  Yo  también 
he  tenido  tu  edad. 

Tomás.  vSuele  venir  toda  la  familia  algunas  ma- 
ñanas, y  nos  apropiamos  esta  glorieta,  que  está  muy 
agradable. 

Tío  Cayetano.  Eso  iba  yo  a  decirte:  que  está 
muy  agradable  esta  glorieta.  Luego  volveré  yo  por 
aquí  a  saludar  a  los  parientes.  A  Pepín.  ¿Usted  es 
hijo  de  mi  amigo  Manolo  Rebolledo? 

Pepín.     No,  señor;  no  tengo  ese  gusto. 

Tío  Cayetano.  ¡Pues  se  le  parece  usted  mu- 
chísimo! 

Tomás.  Creí  que  se  conocerían  ustedes.  Presen- 
tándolos, Don  Cayetano  de  la  Banda.  Pepín  Castro- 
lejo,  como  se  le  llama  en  todas  partes. 

Tío  Cayetano.  ¡Ahí  ¡Castrolejo!  ¿Es  usted  hijo 
de  mi  amigo  Pepe  Castrolejo? 

Pepín.     Servidor  de  usted. 

Tío  Cayetano.  ¡Pues  también  se  le  parece  usted 
muchísimo!  Dándole  la  mano.  Puede  usted  mandar- 
me como  quiera.  Y  tú,  Tomasillo,  a  ver  cuándo  me 
pides  un  favor,  que  me  eres  muy  simpático. 

Tomás.     Gracias. 

Tío  Cayetano.  ¿Gustan  ustedes  de  tomar  conmi- 
go mi  vaso  de  leche? 

Pepín.     Gracias. 

Tomás.     Muchas  gracias. 


Act  o  p  r  im  e  r  o  15 

Tío  Cayetano.     Mandar. 

Se  va  por  la  izquierda  seguido  del  pobre  Lacayo. 

Pepín.     ^-Quién  es  este  pavo  real,  compañero.? 

Tomás.  Supuse  que  se  lo  sabría  usted  de  memo- 
ria. Éste  es  el  famoso  tío  Cayetano. 

Pepín.     jAhl 

Tomás.  ^jNo  le  ha  oído  usted  nunca  a  doña  Elvira 
hablar  del  corazón  del  tío  Cayetano.^ 

Pepín.     Sí,  hombre,  sí. 

Tomás.     Pues  ahí  lo  tiene  usted. 

Pepín.  ¡Qué  bombos  le  da  doña  Elvira  a  toda  la 
familia!  ¡Jeeeee! 

Tomás.  Ah,  sí.  ¡Y  qué  besos!  Este  fantasmón  es 
hermano  de  una  cuñada  de  ella,  y  hombre  influyen- 
te; tan  influyente  como  rico.  Fué  ministro  un  cuarto 
de  hora.  Tomándose  medida  del  uniforme  le  sorpren- 
dió la  crisis. 

Pepín.     ¡Jeeeee! 

Tomás.  Le  engorda,  como  habrá  usted  notado, 
proteger  al  prójimo,  y  para  las  sobrinas  es  una  ver- 
dadera lotería.  La  historia  de  todos  los  solterones. 
Siempre  que  usted  les  vea  trapitos  nuevos  o  alguna 
alhajilla,  atribuyaselos  al  tío  Cayetano.  Porque  las 
lecciones  de  idiomas  de  don  Segismundo,  y  las  tra- 
ducciones de  novelas,  no  dan  para  ciertos  perfiles. 

Pepín.  Allí  vienen.  Las  cinco  hermanas,  el  papá 
y  la  mamá. 

Tomás.     Sus  futuros  suegros  de  usted. 

Pepín.  ¡Un  demonio!  ¡La  trampa  en  que  haya  de 
caer  yo,  no  se  ha  fabricado  todavía!  ¡Jeeeee! 

Tomás.     ¿Vamos  a  salirles  al  encuentro.? 

Pepín.     Vamos. 

Se  van  por  la  derecha.  El  Gtiarda  aparece  en  direc- 
ción opuesta  y  se  cruza  con  ellos.  Viene  liando  un  ci- 
garrillo. 

Guarda.     í  La  pacencia  que  es  menester  pa   ser 


!6  L  as  de   C  at  n 

guarda  de  un  paseo  públicol  Cuando  no  son  niñeras, 
son  amas,  y  cuando  no  son  amas,  son  estitutrices. 
Pero  [anda!  que  to  se  pué  pasar  bien  menos  los  edi- 
lios.  ¡Los  edilios  me  atacan  la  bilis!  Y  esta  que  viene 
aquí  es  la  familia  de  los  edilios.  ¡Pacencia!  Haber 
nació  estatua,  que  ésas  lo  ven  to  tranquilamente. 

Se  marcha  por  el  foro^  volviendo  la  cara  hacia  la 
derecha. 

Llega^  en  efecto,  la  anunciada  familia  de  los  «edi- 
lios >:  don  Segismundo  Caín  y  de  la  Muela^  doña  El- 
vira Horcajo  de  Caín  y  sus  bellas  hijas  Rosalía,  Ma- 
me ha^  Estrella,  Amalia  y  Fifí.  Las  cinco  visten  som- 
breros y  trajes  de  la  misma  forma.  Rosalía  y  Marucha 
de  un  color,  y  las  otras  de  otro.  Todo  ello  cuidadito  y 
pulcro:  sin pretensiojies;  nada  cursi. 

La  mamá,  que  frisa  con  los  cuarenta  y  cinco  años, 
se  retoca  y  acicala  todo  lo  que  puede,  deiitro  de  su  mo- 
destia. Aunque  ha  te^iidoya  ocho  hijas,  se  conserva  tan 
tiesa  y  firme,  que  bien  pudiera  tener  otras  ocho. 

El  señor  Caín  pasa  de  los  cincuenta.  Su  rostro  es 
bonachón  y  dulce;  más  bien  que  de  Caín,  parece  de  Abel. 
Usa  chaqué,  hongo  de  copa  plana,  botines  y  unos  panta- 
lones bien  anchos.  E71  la  mano  izquierda  trae  un  libro 
y  varios  periódicos,  y  en  la  diestra  un  bastón,  regalo 
del  tío  Cayetano. 

Tomás  vuelve  de  palique  con  Amalia,  y  Pepin  Ca^- 
trolejo  con  Estrella.  Estos  últimos  ríen  más  que  ha- 
blan. Los  unos  se  sientan  a  poco  en  el  banco  de  la  de- 
recha, y  los  otros  en  el  de  la  izquierda.  Don  Segismun- 
do y  doña  Elvira  en  el  del  foro. 

Rosalía.  Como  busca?ido  a  alguien.  ^-Pero  se  ha 
escondido  ese  tonto? 

Tomás.     ^Quién? 

Rosalía.     Alfredo. 

Tomás.  ^'No  le  he  dicho  a  usted  que  no  ha  venido 
aún?  ¿Piensa  usted  que  es  broma? 


Acto  primero  17 

Marucha.  En  un  tono  mimosito^  lleno  de  maliciay 
coquetería,  que  es  característico  en  ella.  La  tiene  tan 
mal  acostumbrada... 

Don  Segismundo.  Recreándose  en  las  enamoradas 
parejas.  ¡Ay,  ay,  ay! 

«Au  corps  sous  la  tombe  enfermé 
que  reste-t-il.^  D'avoir  aimé 
pendant  deux  ou  trois  mois  de  mai.» 

^No  te  parece,  Elvira? 

Doña  Elvira.     No  te  he  entendido,  Segismundo. 

Tomás.     Ni  yo  tampoco.  ^-Es  latín.?' 

Don  Segismundo.  Siempre  lisonjero  con  el  próji- 
mo que  le  conviene.  ¡Ja,  ja!  ¡Donosa  pregunta!  ¡Latín! 
Traduciendo.  «<iQué  le  queda  al  cuerpo  en  la  tumba.^ 
Haber  amado  durante  dos  o  tres  primaveras.»  (.'Es 
oportuna  la  cita,  sí  o  no.^ 

Pepín.     ¡Extraordinariamente  oportuna! 

Tomás.     ¡Ya  lo  creo  que  lo  es! 
1      Estrella.     Salvo  lo    de  la  tumba,   papá;  que  no 
viene  a  nada. 

Rosalía,  hnpaciente.  ;Pero  y  Alfredo.-*  ¿Qué  le  ha- 
brá sucedido  a  Alfredo.^ 

Doña  Elvira.  Mujer,  ya  sabes  que  no  falta  ja- 
más. Alguna  razón  habrá  tenido  el  chico  para  retra- 
sarse. 

Don  Segismundo.  Poderosa  habrá  sido  segura- 
mente; porque  a  Alfredo  lo  comparo  yo  con  Amadís 
de  Gaula.  Se  dedica  a  leer  sus  periódicos. 

Marucha.  Anda  tú,  Rosalía;  no  pienses  más  en 
Alfredo;  ya  vendrá  Alfredo.  Vamos  a  dar  un  paseíto 
hasta  la  Fuente.  No  me  digas  que  no. 

Rosalía.  ¡Vamos  hasta  la  Fuente!  Y  si  llega  Al- 
fredo mientras  tanto,  que  me  aguarde.  ¿No  lo  estoy 
esperando  yo  a  él.^ 

Marucha.     ¿Vienes  con  nosotras,  Fifí? 


1 8  L  as  de    C ain 

Fifí.  Sollozando  y  acompañando  su  negativa  con 
movimientos  de  cabeza.  No...  que  no  voy... 

Marucha.     ;Por  qué.^ 

Fifí.     Porque...  no...  no  voy... 

Rosalía.     Pero  <:qué  te  pasa,  Fifí.^ 

Fifí.  Que  antes...  antes...  me  dijo  Marucha...  que 
no  me  quería... 

Marucha.     ¡Pero  te  lo  dije  de  broma! 

Rosalía.     ¡Pues  claro!  No  seas  tonta,  Fifí. 

Marucha.  Acompáñanos,  y  por  el  camino  te  diré 
que  te  quiero  más  que  a  ninguna. 

Fifí.     Entonces...  vamos. 

Rosalía.     Vamos,  vamos. 

Doña  Elvira.  No  os  alejéis  mucho.  Hasta  la 
Fuente  nada  más. 

Tomás.  Levantándose  un  momento  del  lado  de  su 
novia.  Ah,  Maruchita. 

Marucha.     ¿Qué? 

Tomás.     El  abanico  que  había  usted  perdido. 

Marucha.     ¡iPareció? 

Tomás.  El  guarda  lo  tenía.  Me  he  estado  abani- 
cando con  él,  y  me  ha  contado  dos  o  tres  secretillos. 

Marucha.     ¿Míos? 

Tomás.     De  usted.  Y  que  pican  que  rabian. 

Marucha.  ¡Ay,  qué  malo  es  usted,  Tomás!  Ama- 
lia, tu  novio  es  muy  malo;  me  está  diciendo  cosas 
malas.  Dile  que  no  me  diga  cosas  malas. 

Amalia.     ¿Qué  te  ha  dicho? 

Tomás.  La  verdad:  que  su  abanico  me  ha  conta- 
do unos  cuantos  secretos  terribles. 

Amalia.  ¡Pues  sí  que  hay  para  mandarte  a  pre- 
sidio! 

Marucha.  Es  muy  malo,  muy  malo.  Ten  cuidado 
con  él,  que  es  muy  malo. 

Rosalía.  Y  tú  eres  tan  tonta  como  Fifí.  Deja  en 
paz  a  ésos,  y  vente.  A  Fifi.  ¡Anima  tú  esa  cara,  chi- 


A  c  t  o  p  r  i  m  e  r  o  19 

quilla!  iJesús,  qué  pavisosa!  ^A  que  no  rae  alcanzáis? 
Echa  a  correr  y  se  va  por  la  izquierda. 

Marucha.  ;A  que  sí?  Corre  tras  ella  vivamente. 

Fifí.  Afligidísima.  ¡Papá...  papá!...  ¡Que  me  dejan 
sola! 

Don  Segismundo.  Pues,  hija,  corre;  que  tú  estás 
en  la  edad  más  que  ellas. 

Doña  Elvira.  ¡Pobrecita  mía!  Ven  acá.  Fifí;  ven 
acá.  Ven  que  te  abroche  este  automático  de  la  falda. 
Lo  hace.  Y  ahora  dame  un  beso.  La  besa  con  gran 
efusión,  como  siempre  que  besa  esta  señora.  Ea,  corre 
con  tus  hermanas.  Fifi  se  va  sin  alterarse  grandemen- 
te. ¡Ángel  m^íol  ¡Qué  corpachón  ha  echado!  ¡Y  qué 
monísima  está!  ¡Qué  mona!  (.-Verdad,  Segis? 

Don  Segism[  ndo.     Muy  mona,  muy  mona. 

Doña  Elvira.  ¡Y  tan  inocentita  como  se  conser- 
va! Saca  las  gafas  negras  de  que  Tomás  ha  hablado,  y 
se  las  cala,  por  si  las  novias  y  los  fiovios  710  son  ya  tan 
inocentes  coynoFifí.  ¡Jesús!  ¡Cómo  me  molesta  el  resol! 

Don  Segismundo.  Elvira,  tienes  que  cuidarte  esos 
ojos,  que  me  trastornaron  un  tiempo. 

Doña  Elvira.     ¡Ay!...  ¡Qué  tiempo.  Mundo! 

Don  Segismundo.     No  evoques... 

ToM.4s.  Bajo,  a  Amalia.  Ya  se  caló  tu  mamá  laa 
gafas  negras,  y  ya  estoy  yo  nervioso. 

Amalia.     Simple,  si  se  las  pone  para  ver  menos. 

Tomás.     Sí,  sí. 

Amalia.     Pero  qué  poco  galante  eres. 

TomAs.     ^-Por  qué? 

Amalia.  Porque  traigo  el  peinado  qu<e  a  ti  te  gus- 
ta, y  no  me  has  dicho  una  palabra. 

Tomás.     ¡Es  verdad!  Perdóname. 

Amalia.     ;Me  está  bien? 

TomAs.     ¡Te  está  para  comerte! 

Amalia.  ¿Y  las  uñas?  Míralas:  parecen  espejos. 
Puedes  verte  en  ellas. 


20  Las   de    Caín 

Tomás.  ¡Como  que  dan  ganas  de  comerse  los  de- 
ditos  con  chocolate! 

Amalia.     Chico,  qué  hambre  tienes. 

Tomás.     En  cuanto  te  veo  se  me  despierta. 

Amalia.  Pues  mucho  cuidado  con  las  gafas  ne- 
gras de  mamá. 

Atraviesa  el  Guarda  de  izquierda  a  derecha,  miran- 
do con  indignación  contenida  a  los  tres  grupos. 

Pepín.  Vamos  a  ver:  ¿cuál  es  el  colmo  de  la  dicha 
de  un  pretendiente.'' 

Estrella.  Con  vehemencia  y  cierta  afectación  ner- 
viosa de  que  hace  sieinpre  gala.  Ay,  por  Dios,  Pepín, 
cállese  usted  ya.  Es  usted  incansable.  ¿'Cómo  ha  di- 
cho usted.^ 

Pepín.     El  colmo  de  la  dicha  de  un  pretendiente. 

Estrella.     No  caigo;  soy  muy  torpe. 

Pepík.  Pues  que  le  dé  su  pretendida  un  si...  con 
colmo.  iJeeeee!  Se  ríe  según  costumbre^  y  ella  lo  se- 
cunda como  si  e?i  efecto  hubiera  dicho  una  gracia. 

Estrella.  ¡Jesús,  qué  diablo  de  hombre!  ¡Qué 
cosas  idea!  Estoy  ya  mala  de  reír.  Y  yo  me  temo: 
cuando  me  pongo  a  reír  así,  me  temo.  En  el  teatro, 
como  lo  que  den  sea  de  risa,  llamo  la  atención.  ]\Ie 
temo;  me  temo.  Soy  tan  nerviosa,  ¿sabe  usted?...  que 
no  sé  contenerme.  Me  temo. 

Pepín.  Dichoso  yo,  que  le  he  caído  a  usted  tan 
en  gracia. 

Estrella.  Sí,  por  cierto;  me  es  usted  muy  sim- 
pático. 

Pepín.     Todo  se  pega,  ¿no? 

Estrella.  Y  le  advierto  a  usted  que  traía  poquí- 
simas ganas  de  risa.  Si  no  es  porque  usted  me  espe- 
raba no  vengo  hoy. 

Pepín.     ¿Y  eso? 

Estrella.     He  pasado  una  noche  muy  mala. 

Pepín.     Pues  que  sea  enhorabuena. 


Acto  primero  21 

Estrella.     ^-Enhorabuena? 

Pepín.  Si  la  noche  era  mala^  y  la  ha  pasado  us- 
ted... ¡Ojalá  me  ocurriera  a  mí  lo  mismo  con  un  duro 
que  nadie  me  toma!  ¡Jeeeee! 

Vuelta  a  la  risa  de  los  dos. 

Estrella.  Levantándose  de  pura  admiraciÓ7i.  ¡Es 
usted  de  lo  que  no  hay!  ¡Papá,  papá:  le  digo  a  Pepín 
que  he  pasado  muy  mala  noche,  y  me  felicita  porque 
era  mala  y  la  he  pasado!  ¡Como  si  fuera  una  mone- 
da! ¡Ja,  ja,  ja! 

Don  Segismundo.  Dándose  con  los  dedos  de  una 
mano  en  el  dorso  de  la  otra,  en  so?l  de  aplauso.  ¡Ja,  ja! 
¡Mucho;  mucho!  Eso  es  de  buena  ley.  ¡Mucho;  mucho! 

Doña  Elvira.  Esta  Estrella,  Pepín  —  ¡hija  de  mi 
vida!  —  se  vuelve  loca  con  las  ocurrencias  de  usted. 
Como  es  usted  tan  ingenioso... 

Pepín.  No...  por  Dios...  Es  que  son  ustedes  muy 
amables  conmigo.  A  Estrella,  que  ha  vuelto  a  sentar- 
se. ^'Y  se  puede  saber  por  qué  ha  pasado  usted  tan 
mala  noche.^  Sin  chistes  ahora. 

Estrella.  Psche...  Ha  habido  de  todo...  ¡Unos 
sueños!...  ¡unas  pesadillas!...  Y  mucho  desvelo.  Y  yo 
me  temo  cuando  me  desvelo;  me  temo.  Porque  es  un 
desate  de  la  imaginación  y  de  todo  el  sistema  ner- 
vioso... que  ya  le  digo  a  usted:  me  temo;  me  temo. 
¿Usted  duerme  bien.^ 

Pepín.  Siempre.  Y  desde  que  tengo  el  gusto  de 
tratarla  a  usted,  mejor  todavía. 

Estrella.     ¿Sí.?  ¿Por  qué.? 

Pepín.     Porque  da  usted  el  opio.  ¡Jeeeee! 

Nuevas  risas. 

Estrella.  ¡Ay,  pero  por  María  Santísima,  pero 
qué  hombre,  pero  qué  ingenio,  pero  qué  torrente... 
pero  qué  cosa! 

Pepín.  Se  conoce  que  me  inspira  usted;  que  es 
usted  mi  musa. 


22  Las   de    Caín 

Estrella.  Usted  tendrá  la  misma  chispa  con  to- 
das. ¿Ha  estado  usted  alguna  vez  enamorado? 

PepÍí\.  ;Enamorado?  Infinitas  veces.  Unas  más 
graves  que  otras;  pero  infinitas  veces.  Cosa  de  atar- 
me, sólo  una. 

Estrella.     Cosa  de  atarlo,  dice... 

Pef4n.  ¿y  usted,  ha  querido  a  alguien  en  este 
mundo.' 

Estrella.  ¡Ni  lo  permita  Dios,  Pepín!  No  me  ha- 
ble usted  de  amores.  Me  temo;  me  temo  enamorada. 
Soy  una  mujer  que  tiendiun  corazón  tan  ardiente,  y 
que  quiere  de  un  modo,  Pepín,  que  me  temo;  me 
temo. 

Pepín.  Pues...  de  amores  deseaba  yo  hablar  con 
usted  hoy  mismito. 

Estrella.  Mire  usted  que  me  temo,  Pepín;  que 
me  temo. 

Pepín.     Mejor.  ¿Y  a  mí,  me  teme  usted.^ 

Estrella.  A  usted,  no;  es  usted  un  buen  amigo 
mío... 

Pepín.     ¿Y  si  aspirara  a  ser  algo  más.^ 

Estrella.     Que  me  temo,  Pepín;  que  me  temo. 

Pepín.  ¡Encantado  yo  con  esos  temores!  Bien 
claro  me  indican  que  ese  corazoncito  volcánico...  tie- 
ne alguna  lava  para  mí. 

Estrella.  Pepín,  por  Dios,  que  he  pasado  muy 
mala  noche...  que  estoy  muy  nerviosa...  No  siga  us- 
ted por  ese  camino...  yo  se  lo  ruego  a  usted.  Otro 
día...  mañana,  si  usted  gusta,  hablaremos  del  particu- 
lar... Hoy  me  temo;  me  temo.  ;Ouiere  usted  que  va- 
yamos dando  un  paseo  hasta  donde  están  mis  her- 
manas.^ 

Pepín.      ¡Y  hasta  el  fin  del  mundo!... 

Estrella.     ¡Pepín!...  ¡Pepín!... 

Pepín.  Escuche  usted:  ¿en  qué  se  parece  el  cora- 
zón de  una  mujer  a  un  impermeable.-^ 


Acto  primero  23 

Estrella.  ¡Jesús,  qué  salida!  No  está  mi  ánimo 
para  acertijos  ahora.  A  Amalia  y  a  Tomás.  ^Estira- 
mos un  poco  las  piernas.^ 

Amalia.     Las  estiraremos. 

Tomás.     Admirable  proposición. 

Doña  Elvira.  Hasta  la  Fuente  nada  más,  ¿eh? 
que  yo  no  los  pierda  de  vista. 

Pepín.  Descuide  usted,  señora.  Aquí  no  hay  nin- 
guno tan  listo  que  se  pierda  de  vista.  ¡Jeeeeel 

Risas  generales, 

Don  Segísmuxuo.  Aplau^ieyído ,  ¡Mucho;  muchol 
De  muy  buena  ley. 

Se  van  por  la  izquierda  las  dos  parejas.  Doña  El- 
vira se  quita  las  gafas  y  se  levanta  a  verlas  marchar. 
Luego  se  acerca  a  su  marido  y  le  pregunta: 

Doña  Elvira.  (.Te  satisface  este  Castrolejo  para 
nuestra  \{\]d?. 

Don  Segismundo.  ^'Cómo  no?  ;Crees  tú  que  de  no 
ser  así  le  reiría  yo  esos  chistes.^  Se  levanta  y  pasea 
unos  momentos  del  brazo  de  doña  Elvira. 

Doña  Elvira.  Me  has  convencido,  Mundo;  como 
siempre. 

Don  Segismundo.     ^'Se  te  ocurre  a  ti  algún  reparo? 

Doña  Elvira.  ,:Qué  podré  yo  ver  que  tú  no  veas? 
Sin  embargo,  mi  instinto  de  madre  recela  un  poco 
de  la  formalidad  de  ese  joven.  Como  su  posición  es 
muy  superior  a  la  nuestra,  y  estos  ricos  creen  que  el 
dinero  todo  lo  allana...  ;Tú  qué  dices? 

Don  Segismundo.  Que  el  instinto  de  madre  no  se 
engaña  nunca.  Estoy  al  cabo  de  la  calle.  Pepín,  cier- 
tamente, es  algo  calaverilla,  algo  ligero...  Pero  tam- 
bién es  algo  tonto.  Esto  me  lo  dice  a  mí  mi  instinto 
de  padre.  Encuentro  yo  que  es  el  marido  justo  para 
una  mujer  tan  avispada  como  Estrella.  El  matrimo- 
nio es  equilibrio...  Que  siembre,  que  siembre...  Por 
todas  partes  se  va  a  Roma...  Que  siembre... 


24  Las  de   Caín 

Doña  Elvira.  Mundo,  Mundo,  ¡qué  talento  te  ha 
dado  Dios!  Y  a  mí,  ¡qué  gran  fortuna  con  hacerte  el 
padre  de  mis  hijas,  siendo  yo  una  mujer  vulgar  y 
adocenada! 

Don  Segismundo.  En  nuestras  hijas  estriba  todo 
mi  talento.  Con  ocho  hijas  no  hay  modo  alguno  de 
ser  torpe.  ^-Quién  era  yo,  cuando  tuve  la  dicha  de 
hallarte.? 

Doña  Elvira.     La  dicha  fué  la  mía,  Segis. 

Don  Segismundo.  De  entrambos.  Yo  no  era  más 
que  un  humilde  profesor  de  lenguas  vivas.  Pero  me 
encontré  en  siete  años  con  ocho  lenguas  vivas  más, 
que  empezaron  a  pedirme  medias,  y  zapatos,  y  mo- 
ños, y  sombreros...  ¡Hasta  entonces  no  supe  bien  lo 
que  eran  lenguas  vivas!  Convéncete,  esposa:  se  le 
aguza  el  ingenio  a  una  puerta. 

Doña  Elvira.  ¡Ay!  Dios  nos  dé  salud  para  ver 
a  estas  cinco  palomas  tan  bien  casadas  como  a  las 
tres  mayores. 

Don  Segismundo.  Y  aun  mejor.  En  eso  tengo 
gran  confianza.  Se  me  figura  que  le  hemos  cogido  el 
tranquillo  a  esto  de  las  bodas. 

Doña  Elvira.  La  de  Tomás  creo  que  va  para  lar- 
go. Es  muy  simpático,  muy  bueno;  pero  no  tiene 
oficio  ni  beneficio,  ni  pariente  ni  ambiente. 

Don  Segismundo.     Habiente  has  de  decir,  Elvira. 

Doña  Elvira.     ¿Habiente.?*  ¡Qué  mal  me  suena  eso! 

Don  Segismundo.  Pues  así  es...  Con  Tomás  me 
hago  yo  ilusiones,  acaricio  proyectos  futuros...  Ya 
saldrá,  ya  saldrá...  Hay  madera  en  él,  hay  un  cora- 
zón; hay  un  hombre...  Sin  voluntad,  sin  rumbo  toda- 
vía... que  va  donde  lo  lleva  el  viento...  Pero  el  viento 
soy  yo,  ¿comprendes.^  Tomasito  no  necesita  más  que 
un  par  de  lenguas  vivas  que  le  pidan  pan  por  las  ma- 
ñanas, y  se  hará  un  mozo  de  provecho...  Al  tiempo, 
Elvira...  Ya  saldrá,  ya  saldrá... 


Acto  primero  25 

L  Doña  Elvira.     Dime:   ¿qué   has   hablado   anoche 

'     con  Rosalía,  tocante  a  xA.lfredo? 

Don  Segismundo.  ¡Ah!  Algo  muy  profundo  y  de 
gran  trascendencia. 

Doña  Elvira.     ¿Sí.^ 

Don  Segismundo.  Tal  creo.  Si  me  equivoco,  rec- 
tificaré. Rectificar  es  de  discretos,  y  de  sabios  equi. 
vocarse.  Alfredo  adora  en  Rosalía... 

Doña  Elvira.  Y  es  natural  que  adore;  porque 
Rosalía  es  tan  buena,  tan  inteligente,  tan  guapa,  tan 
graciosa,  tan  zalamera,  tan  viva  de  genio... 

Don  Segismundo.  Atajando  el  párrafo.  Extracta, 
porque  la  conozco.  Pues  bien:  Alfredo  habla  ya  de 
preparativos  de  boda;  y  esto,  que  desde  su  punto  de 
vista  es  muy  natural,  a  mí  se  me  antoja  prematuro. 

Doña  Elvira.  ¿Prematuro  que  se  case  una  hija 
nuestra.?*  Es  la  primera  vez.  Me  asombras.  Mundo. 

Don  Segismundo.  Te  tranquilizaré  en  seguida.  El 
amor  de  Alfredo  a  nuestra  hija  es  grande,  es  intenso: 
de  ese  que  no  se  borra  fácilmente.  El  amor  es  siem- 
pre una  fuerza;  y  como  todo  es  poco  para  casar  a 
cinco  hijas,  sobre  todo  después  de  haber  casado  a 
tres,  yo  pienso  aprovechar  la  fuerza  de  ese  amor, 
como  aprovecha  un  ingeniero  un  salto  de  agua. 

Doña  Elvira.  ¡Y  todavía  me  permito  yo  hacerte 
observaciones! 

Don  Segismundo.  Ya  saldrá,  ya  saldrá...  Se  casa- 
rán Amalia,  Estrella  y  Rosalía,  y  ya  vendrán  mien- 
tras los  que  hayan  de  ser  compañeros  en  esta  vida 
de  Maruchita  y  de  Fifí. 

Doña  Elvira.  ¡Afortunados  mortales!  ¡Porque 
mira  que  Marucha  es  tan  dulce,  tan  celestial,  tan  ca- 
riñosa!... Yo  las  quiero  a  todas  igual  —  ¡entrañas 
mías!  —  pero  Marucha  tiene  un  encanto,  un  modo 
de  expresarse,  un  mimo... 

Don  Segismundo.     La  conozco  también. 


26  Las  de    Caín 

Doña  Elvira.      ¡Y  Fifí...! 

Don  Segismundo.  Fifí,  la  pobrecita,  es  una  cas- 
taña. 

Doña  Elvira.     ^'Qué  dices,  Segis? 

Don  Segismundo.  Que  es  una  castaña.  Si  algún 
talento  tengo  yo,  es  el  de  ver  las  cosas  a  su  luz  ver- 
dadera. Ni  el  ser  padre  me  pone  una  venda  en  los 
ojos.  Fifí  ha  nacido  tonta  de  capirote. 

Doña  Elvira.     No  la  trates  con  esa  dureza. 

Don  Segismundo.  (íQué  hablas  de  dureza.?  Por  lo 
mismo  que  tiene  esa  desgracia  la  quiero  más.  Pero 
reconócelo:  es  tonta.  Se  le  encoge  el  corazón  y  llora 
sin  motivo  alguno.  Y  ya  la  oyes  tú  por  las  noches: 
«¡Papá,  que  veo  al  demonio!»  «¡Papá,  que  me  tiran  de 
los  pies!»  «¡Papá,  que  la  sombra  del  sombrero  me  pa- 
rece un  bicho!»  Rara  es  la  noche  que  no  le  pide  a  una 
de  sus  hermanas  que  se  la  lleve  a  dormir  con  ella. 

Doña  Elvira.     ¡Tiene  diez  y  seis  años! 

Don  Segismundo.  A  esa  edad  te  casaste  tú,  y 
nunca  se  te  ocurrió  pedirme  nada  por  el  estilo. 

Doña  Elvira.     Es  verdad. 

Don  Segismundo.  Pero  no  te  apures:  tonta  y 
todo,  la  casaremos.  La  mujer  debe  marchar  en  la  vida 
al  lado  de  un  hombre.  Lo  demás  es  contrario  a 
naturaleza. — Te  voy  a  convidar  a  barquillos.  Llaman- 
do a  un  Barquillero  que,  momentos  antes^  sale  por  el 
primer  término  de  la  derecha  y  cruza  hacia  el  foro. 
¡Barquillero! 

Barquillero.  Acercándose  al  grupo.  ¡Hola! 

Don  Segismundo.  Vamos  a  ver  si  tengo  buena 
mano.  Toma.  Le  da  una  jnoneda  de  diez  céntimos. 

Barquillero.     Puede  usted  tirar  cuatro  veces. 

Do7t  Segismundo  juega. 

Don  Segismundo.  ¡El  uno!  ¡l'ambién  es  des- 
gracia! 

Barquillero.     Uno. 


Acio  primero  27 

Don  Segismundo.     El  cuatro. 

Barquillero.     Y  cuatro,  cinco. 

Don  Segismundo.     ;E1  uno  otra  vez.^ 

Barquillero.     Y  uno,  seis. 

Dox  Segismundo.  ¡Huy,  que  creí  que  pescaba  el 
treinta! 

Barquillero.     Y  dos,  ocho. 

Don  Segismundo.  Juega  tú  otra  perrilla,  Elvira,  a 
ver  si  tienes  mejor  suerte.  Se  la  da  al  Barquillero. 
Toma. 

Doña  Elvira.     Vamos  a  ver.  Jugando.  El  quince. 

Don  Segismundo.     ¡Digol 

Barquillero.     Y  ocho  del  señor,  veintitrés. 

Don  Segismundo.     ¡Anda,  morena! 

Doña  Elvira.     ¡El  ocho! 

Barquillero.     Y  veintitrés,  treinta  y  uno. 

Don  Segismundo.     Sigue,  sigue. 

Doña  Elvira.     ¡El  quince  otra  vez! 

Barquillero.     Y  treinta  y  uno,  cuarenta  y  seis. 

Don  Segismundo.     ¡Atiza! 

Barquillero.     Y  treinta,  setenta  y  seis. 

Doña  Elvira.      ¡El  treinta! 

Don  Segismundo.     ¡Buen  tino!  ^-eh.? 

Barquillero.  ¡Vaya  una  tiraíta!  Se  pone  a  contar 
los  barquillos. 

Doña  Elvira.  ^-Ves  cómo  tengo  más  fortuna  que 
tú,  Segis? 

Don  Segismundo.  En  los  barquillos,  Elvira,  en  los 
barquillos. 

Sale  Alfredo  por  la  derecha.  Viene  muy  alegre. 

Alfredo.  ¡Buenos  días!  ^'Se  juega  a  los  barqui- 
llos, eh.^ 

Don  Segismundo.  Adelantándose  a  recibirlo.  ¡Que- 
ridísimo Alfredo  de  mi  alma! 

Doña  Elvira.     Por  pasar  el  rato. 

Alfredo.     ;Y  las  chicas.^ 


28  L  a s   d e   C ain 

Don  Segismundo.     Míralas  allí. 

Alfredo.  Es  verdad;  que  están  en  la  Fuente.  Ya 
me  vio  Rosalía. 

Barquillero.  Dáfidok  a  doña  Elvira  dos  bande- 
rillas de  barquillos  y  otras  dos  a  don  Segismundo. 
Tenga  usted,  señora.  Tenga  usted,  señor.  Pa  to- 
dos hay. 

Doña  Elvira.      Otro  día  escaparás  mejor,  hombre. 

Barquillero.  ¿Viene  usté  por  aquí  toas  las  ma- 
ñanas.^ 

Don  Segismundo.  ¡Ja,  ja!  ¡Es  que  Elvira,  como 
ves,  le  ha  vaciado  el  bombo! 

Barquillero.  Marchándose.  De  salii  sirvan.  ¡Bar- 
quillero! ¡Barquillos!  ¡De  canela! 

Doña  Elvira.     ^.-Gustas,  Alfredo.'^ 

Alfredo.     Muchas  gracias. 

Don  Segismundo.  Pues  vamos  allá,  a  que  nos  ayu- 
de aquella  gente. 

Doña  Elvira.  Veamos,  sí.  Aquí  se  acerca  Ro- 
salía. 

Don  Segismundo.  A  vosotros  se  os  puede  dejar 
solos.  Y  aun  se  os  debe. 

Alfredo.     Hasta  ahora. 

Don  Segismundo  y  doña  Elvira  se  van  por  la  iz- 
quierda. Alfredo  jnira  hacia  allá^  so?iriendo.  Poco  des- 
pués aparece  muy  presurosa  Rosalía. 

Alfredo  es  vehemente.,  apasionado,  de  expresión  viva 
y  franca. 

Rosalía  es  traviesa^  zala^nera,  burlona.  Está  muy 
segura  de  si  misma  y  muy  particularmente  del  efecto 
que  le  producen  a  su  novio  su  frente .¡  sus  ojos.,  su 
boca...  y  aun  su  propia  nariz. 

Rosalía.  Caballero,  vengo  extraviada.  ¿Es  usted 
forastero.' 

Alfredo.     Siguiéndole  el  humor.  No,  señorita. 

Rosalía.     Pues   tiene   usted   cara  de   isidro.  ¿Me 


Acto  primero  29 

hace  usted  el  favor  de  decirme  entonces  cómo  se  lla- 
ma esta  glorieta? 

Alfredo.  La  de  los  idilios  creo  que  la  llama  el 
guarda.  ¿'Por  qué.^ 

Rosalía.  Porque  hace  media  hora  que  debiera 
estar  en  ella  mi  novio,  y  por  fuerza  se  ha  confundido. 

Alfredo.  ¡Qué  tonto!  ¡Confundirse,  esperándolo 
usted! 

Rosalía.     No  es  tonto;  es  pillo. 

Alfredo.     ;Pillo.^ 

Rosalía.  O  se  lo  hace.  Ven  acá:  ^'de  dónde  vie- 
nes, que  traes  una  guía  para  arriba  y  otra  para  abajo.^ 

Alfredo.  ¿'Que  de  dónde  vengo.^  cQ'^^  *^^  dónde 
vengo.^  ¡Ay,  si  tú  supieras  de  dónde  vengo! 

Rosalía.  Sí  que  traes  una  carita  de  pascuas...  Lo 
de  siempre:  en  cuanto  andas  lejos  de  mí,  no  te  cam- 
bias por  nadie. 

Alfredo.     No  me  digas  eso,  Rosalía. 

Rosalía.  Pues  te  advierto  una  cosa:  que  si  te  gus- 
ta otra  más  que  yo,  tienes  la  puerta  franca  para  irte. 
Ni  me  da  un  patatús,  ni  tomo  cerillas,  ni  me  pego  un 
tiro,  ni  me  arrojo  al  estanque.  Al  mes,  otro  novio: 
tengo  los  pretendientes  así.  Anda,  anda;  puedes  irte 
si  quieres.  ^iNo  venías  tan  contento.^  Pues  vete,  vete 
allá.  Donde  sea,  que  tampoco  me  importa. 

Alfredo.  Rosalía,  sabes  que  esa  broma  me  su- 
bleva. 

Rosalía.     Si  no  es  broma,  no. 

Alfredo.     ¡Sí  es  broma,  sí! 

Rosalía.     ¡No  es  broma! 

Alfredo.      ¡Sí  es  broma! 

Rosalía.  Mirándolo  con  coquetería.  Pues  sí  que 
es  broma. 

Alfredo.  ¿-No  ha  de  serlo.^  ¡Suponer  tú  que  quie- 
ro a  iiadie,  que  pienso  en  nadie  que  no  seas  tú...  tú, 
que  eres  mi  vida  entera! 


30  L  as   d e    C ain 

Rosalía.     ;De  verdad? 

Alfredo.  ¡Yo  no  sé  hablar  sino  de  verdad  cuan- 
do hablo  de  esto!  ¡Si  te  llevo  en  el  corazón  y  en  el 
pensamiento  a  todas  horas;  de  noche  y  de  día!...  ¡Si 
vas  conmigo  a  todas  partes! 

Rosalía.     Según  donde  tú  vayas:  cuidado. 

Alfredo.  Yo  no  voy  más  que  adonde  puedas  ir 
tú  conmigo. 

Rosalía.     ¡Ole  ios  santos  de  almanaque! 

Alfredo.     ¡Ja,  ja,  jal 

Rosalía.  ¡Lo  que  yo  quiero  a  mi  santito!  Pero 
vamos  a  sentarnos;  que  santo  y  todo  tienes  que  ex- 
plicarme tu  tardanza  de  hoy. 

Alfredo.  ¡Oh!  ¡Mi  tardanza  de  hoy!  ¡Mi  tardan- 
za!... Tú  verás  cómo  me  la  agradeces. 

Se  sientan  en  el  banco  de  la  derecha.  Pasa  el  Gíiar- 
da  en  sejttido  contrario  que  antes. 

Guarda.  (Edilios  por  arriba,  edilios  por  abajo, 
edilios  por  delante,  y  edilios  por  detrás...  ^'Hasta  dón- 
de estaré  ya  de  edilios.^)  Vase. 

Rosalía.  Bueno:  mírame  a  los  ojos:  ;por  qué  has 
tardado.^  No  lo  pienses,  no:  vivo,  vivo.  Habla:  ¿por 
qué  has  tardado? 

Alfredo.  Sonriendo,  y  dándole  gran  importancia 
a  la  revelación.  ¡Porque  he  estado  en  una  tienda  de 
muebles! 

Rosalía.     ¿A  qué? 

Alfredo.     A  buscar  una  cosa. 

Rosalía.  Pues,  chico,  hacerme  esperar  por  una 
mujer,  ya  es  grave;  ¡pero  hacerme  esperar  por  un 
mueble!... 

Alfredo.  No  es  uno  solo;  son  varios.  Dos  camas 
muy  lindas,  un  lavabo,  un  armario  de  luna,  dos  mesas 
de  noche,  cuatro  sillitas,  dos  butacas... 

Rosalía.     ¿Estás  loco,  Alfredo? 

Alfredo.     ¡Loco  estoy!  ¡Por  til  ¡Y  no  quiero  que 


A  ci  o  p  r  im  er  o  31 

me  pongas  cuerdo;  quiero  seguir  loco;  eternamente 
loco  y  a  tu  lado!  Verás  lo  que  ocurre.  Anoche,  al 
volver  a  casa,  me  encontré  una  carta  de  papá.  La 
aguardaba  con  impaciencia.  Es  contestación  definiti- 
va y  categórica  a  dos  o  tres  mías  sobre  lo  mismo.  ;No 
ves?  ^-No  ves  cómo  tiemblo  de  gozo.^  ¡Te  abrazaría  de 
mejor  gana  que  lo  estoy  diciendo! 

Rosalía.  ¡Pues  ya  iba  a  ser  abrazo!  ¡Porque  los 
ojos  te  echan  chiribitas! 

Alfredo.  Bueno:  mi  padre  me  dice  que,  en  efec- 
to, él  está  ya  cansado  de  visitar  enfermos  y  de  poner 
recetas;  que  su  titular  y  sus  visitas  serán  para  mí; 
que  en  el  pueblo  se  me  recibirá  con  gran  simpatía... 
y  que  no  hay  más  que  hablar:  que  me  case,  en  vista 
de  que  no  tengo  remedio,  y  que  me  vaya  allá  con 
mi  mujercita,  cuanto  antes  mejor.  ¡¿Qué  te  parece? 

Rosalía.  (¡Es  muy  grande  el  cementerio  de  ese 
pueblo? 

Alfredo.     ^.-A  qué  viene  eso  ahora? 

Rosalía.  Porque  todo  va  a  ser  poco  cuando  tú 
empieces  a  recetar. 

Alfredo.  ¡Déjate  de  chirigotas,  Rosalía!  Obser- 
vando que  se  ha  quedado  pensativa  de  pronto.  Pero 
^•qué  te  ocurre?  ;Qué  cara  es  esa?  ^^No  te  alegras  con 
lo  que  te  he  dicho? 

Rosalía.  ^'No  he  de  alegrarme,  tonto,  si  veo  lo 
que  me  quieres,  si  te  quiero  yo  más  aún...  y  ese  es  tu 
porvenir  y  el  mío? 

Alfredo.     Entonces,  no  comprendo... 

Rosalía.  Alfredo,  ^tu  cariño  no  es  cosa  pasajera, 
verdad?  ¿Es  de  toda  la  vida,  verdad? 

Alfredo.     ¿Y  tú  me  lo  preguntas? 

Rosalía.  ¿Tú  por  nada  ni  por  nadie  dejarás  de 
quererme? 

Alfredo.  Pero  ¡qué  simpleza!  Rosalía,  me  alar- 
man tus  palabras.  ¿Por  qué  no  has  estallado  de  ale- 


32  L  as  d e    C ain 

gría  como  yo,  al  oír  lo  que  a  mí   me   ha  quitado  el 
sueño  esta  noche? 

Rosalía.  Con  gravedad;  retardando  un  poco  la 
respuesta.  Porque  yo,  Alfredo,  no  puedo  casarme 
por  ahora. 

Alfredo.     ¿Cómo.'^  ¿Qué.^  ^-Quién  lo  impide? 

Rosalía.     Nadie. 
^    Alfredo.     ¿Nadie? 

Rosalía.     Nadie  más  que  yo. 

Alfredo.     ¿Tú,  muchacha?  ¿Estás  en  tu  juicio? 

Rosalía.  Yo  misma,  yo.  Yo,  que  he  resuelto  hace 
tiempo  no  dejar  a  mis  padres  hasta  que  se  casen  mis 
hermanas. 

Alfredo.     ¿Tus  hermanas? 

Rosalía.     Sí. 

Alfredo.     ¿Las  cuatro? 

Rosalía.     Las  cuatro. 

Alfredo.     ¡Ave  María  Purísima!  ¡Qué  disparate! 

Rosalía.     Lo  será  para  ti. 

Alfredo.  Levantándose  descompuesto.  ¡Y  para 
cualquiera  que  discurra  serenamente!  ¿Quieres  de- 
cirme qué...  qué...? 

Rosalía.     ¿Qué? 

Alfredo.  ¿Qué  origen,  qué  fundamento,  qué 
meollo  tiene  esa  resolución  que  has  tomado? 

Rosalía.  Debieras  comprenderlo  sin  decírtelo  yo. 
A  ti  te  consta  que  en  mi  casa  soy  poco  menos  que 
indispensable.  No  sólo  le  ayudo  a  mi  padre  en  sus 
trabajos,  que  cada  día  lo  rinden  más  y  lo  fatigan, sino 
que  cuido  de  mis  hermanas:  que  cuido  de  ellas  en  to- 
dos sentidos;  tú  lo  sabes. 

Alfredo.     ¡Ah,  pues  que...! 

Rosalía.     ¿Qué? 

Alfredo.     Nada;  iba  a  decir  una  tontería. 

Rosalía.     Mejor  es  que  te  la  hayas  callado. 

Alfredo.     ¡No  extrañes  que  desafine,  Rosalía,  por- 


A  c  t  o  p  r  im  er  o  33 

que  todo  lo  podía  yo  esperar  menos  esa  pitada!  ¿-Tú 
has  meditado  bien  lo  que  es  en  Madrid  casar  a  cuatro 
niñas? 

Rosalía.     Nos  iremos  a  Filipinas,  si  te  parece. 

Alfredo.  ^'Tú  no  consideras  todo  lo  que  hay  que 
esperar  para  eso.^ 

Rosalía.     Pues  esperamos. 

Alfredo.  ¡Eso  es:  esperamos!  ^Y  si  no  se  ca- 
san.^ 

Rosalía.     Sí  se  casan. 

Alfredo.     ¡jY  si  no  se  casan.? 

Rosalía.  Si  no  se  casaran,  ya  veríamos.  Por  ahora 
hay  que  esperar. 

Alfredo.  [Ah,  no,  no!  ¡Esto  no  puede  tolerarse, 
Rosalía!  Yo  hablaré  con  tu  padre... 

Rosalía.  Habla  con  quien  quieras.  ¡Bonito  modo 
de  alborotarse  tiene  el  niño!  ¡Vaya  un  cariño  el  tuyo! 
Al  fin  y  al  cabo,  hombre.  Tan  egoísta  como  todos. 
En  cuanto  se  os  contraría  en  lo  más  mínimo,  os  po- 
néis por  las  nubes. 

Alfredo.  ¿Cómo  en  lo  más  mínimo.?  ¿Pero  a  qué 
le  llamas  tú  lo  más  mínimo?  ¡A  un  hombre  que  está 
rabiando  por  casarse,  le  pides  que  se  siente  a  la 
puerta,  a  ver  si  pasan  novios  para  tus  hermanas!  ¡Ro- 
salía, esto  tiene  todo  el  carácter  de  una  burla! 

Rosalía.  Pues  no  lo  es.  Y  a  mí  no  me  chilles:  que 
lo  que  me  sobran  a  mí  son  despachaderas  para  darte 
a  ti  pasaporte.  Pero  volando,  ¿eh? 

Alfredo.     ¡Rosalía!... 

Rosalía.  Nada,  nada:  aunque  se  te  salgan  los  ojos 
del  cráneo,  no  me  caso  mientras  no  se  casen  mis  her- 
manas. Y  si  me  apuras  mucho,  hasta  que  enviude 
una  de  ellas. 

Alfredo.  Va  a  contestarle  destempladameyíie  y  se 
7-eprhne.  Me  voy:  me  voy...  por  no  tener  un  disgusto 
serio. 


34  Las   de    Caí ?i 

Rosalía.  Lo  tendrías  tú:  yo  me  quedo  tan 
fresca. 

Alfredo.  Cortando  por  lo  saiw.  Hasta  luego...  si 
voy  a  tu  casa. 

Rosalía.     Allá  tú. 

Alfredo.     Ah,  ¿allá  tú.? 

Rosalía.     ¡Claro! 

Alfredo.  ¡Vaya!  ¡Te  has  propuesto  darme  la  ma- 
ñanita! 

Echa  a  andar  hacia  el  foro^  a  tiempo  que  por  ¡a  iz- 
quierda vuelve  don  Segismundo  y  se  encara  con  él. 

Don  Segismundo.  ¿Qué  es  eso.?  ¿Adonde  vas  así.^ 
¿Qué  pasa.? 

Alfredo.  Alteradísimo.  ¡Pasa...  pasa...  pasa  que 
esto  no  puede  ser! 

Don  Segismundo.  Con  gran  complacencia.  No  pue- 
de ser. 

Alfredo.  ¡Lo  defienda  quien  lo  defienda,  no  pue- 
de ser! 

Don  Segismundo.     No  puede  ser. 

Alfredo.  ¿Pero  usted  sabe  de  lo  que  se  trata, 
señor.? 

Don  Segismundo.  No;  pero  cuando  tú,  que  eres 
tan  sentadito,  me  dices  que  no  puede  ser... 

Alfredo.  ¡Bah!  ¡bah!  ¡A  la  noche  hablaremos! 
¡Abur!  Se  va  por  la  derecha  como  alma  que  lleva  el 
diablo. 

Rosalía  lo  ve  irse  sonriendo.  Caín.,  e7i  actitud  se- 
ráfica, 

Don  Segismundo.     ¿Le  doraste  la  pildora.? 

Rosalía.  Se  la  ha  tragado  sin  dorar.  Yo  sé  cómo 
hago  las  cosas  con  éste.  Me  quiere  mucho. 

Don  Segismundo.     ¡Cuánto  te  agradezco,  hija  mía,     , 
el  sacrificio  a  que  te  prestas  en    bien  de  tus   her- 
manas!... 

Rosalía.     ¿Sacrificio?  Ninguno.   Pero   si   lo   fuera 


Ac  to  primer  o  35 

también  lo  haría.  Alfredo  volverá  a  pedirme  perdón 
antes  de  diez  minutos.  Nuestro  reinado  es  éste:  de 
novias.  ¿Y  qué  me  importa  a  mí  seguir  de  reina  algún 
tiempo  más?  Hasta  que  tú  quieras,  papaíto. 

Don  vSegismuxdo.  ¡Mucho;  mucho!  Corre  tu  san- 
gre por  mis  venas...  ¡Al  revés! 

Rosalía.  Bueno:  y  ya  que  lo  he  hecho,  ¿me  quie- 
res descubrir  la  idea  que  te  llevas? 

Don  Segismundo.  ¡Ja,  ja!  Curiosilla...  Si  tela  des- 
cubriera, sabrías  tú  tanto  como  yo.  Y  tú  tienes  los 
cabellos  negros  y  los  míos  principian  a  blanquear... 
Sobre  que  tal  vez  no  me  comprendieses...  Ya  saldrá, 
ya  saldrá...  Lo  que  me  encanta  es  esta  sumisión,  esta 
unión  de  todos  nosotros  ante  la  perspectiva  del  bien 
de  alguno...  No  cabe  duda:  somos  una  familia  ejem- 
plar. Volviéndose  hacia  la  izquierda.  ¡Y  mira  quién 
llega  con  las  chicas! 

Sale  el  tío  Cayetano  pavoneándose.  De  un  brazo 
trae  a  Marucha  y  del  otro  a  Fifí.  El  Lacayo  lo  sigue 
impasible,  como  siempre. 

Rosalía.  ¡Ah!  ¡Tío  Cayetano!  ¡Dichosos  los  ojos! 
¿Cómo  usted  por  estas  soledades? 

Tío  Cayetano.  A  dar  un  paseo...  y  a  tomar  mi 
vaso  de  leche.  Yo,  ya  se  sabe:  en  cuanto  llega  la  pri- 
mavera, mi  vaso  de  leche  por  las  mañanas  no  hay 
quien  me  lo  quite. 

Don  SegiSxMundo.     Muy  sano,  muy  sano... 

Rosalía.  ¿Ha  visto  usted  qué  bonitos  han  queda- 
do los  trajes? 

Tío  Cayetano.  Ya,  ya  he  hablado  yo  de  eso  con 
Marucha. 

Marucha.  ^^Y  sabes  lo  que  dice?  Mira  si  será  malo: 
dice... 

Tío  Cayetano.  Digo  yo  que  los  bonitos  no  son 
los  trajes,  sino  las  perchas.  Se  me  ha  ocurrido 
eso. 


36  Las   de   C aín 

Se  ríen  todos  de  la  agudeza  indudable  y  él  engorda 
un  milímetro  momentáneamente . 

Rosalía.     ¡Las  perchas!  ¡Tiene  gracia! 

Don  Segismundo.  ¡Mucho;  mucho!  Eso  es  de  bue- 
na ley;  de  buena  ley. 

Tío  Cayetano.  ^'Eh,  Segismundo?  Digo  yo  que 
los  bonitos  no  son  los  trajes,  sino  las  perchas.  <iEh.? 
¡Las  perchas!  Se  ríe  prolongando  su  éxito. 

Makucha.  Pero,  Rosalía,  ¿-tú  qué  haces  que  no  fe- 
licitas al  tío  Cayetano? 

Rosalía.     (jCómo? 

Marucha.  Dale  la  enhorabuena:  está  de  enhora- 
buena. (¡Sabes?  Le  han  dado  otra  cruz. 

Don  Segismundo.  Sí,  mujer;  pero  ¿en  qué  estás 
pensando?  ¡Si  acabo  de  decírtelo  yo! 

Rosalía.  ¡Es  verdad!  ¡Si  papá  vino  a  eso!  Sólo 
que  con  esta  risa  de  las  perchas  y  de  los  trajes...  ¡Pues 
que  sea  enhorabuena,  tío  Cayetano!  ¡Muy  enhorabuena! 

Tío  Cayetano.  ¡Bah!  Es  de  lo  menos  importante 
que  tengo... 

Rosalía.     ¿Qué  cruz  es? 

Tío  Cayetano.  La  cruz  del  Mérito  Urbano  de  pri- 
mera clase.  Como  he  adoquinado  un  trozo  de  mi 
calle  de  mi  bolsillo  particular...  se  ha  empeñado  el 
ministro...  Pero  no  tiene  más  que  usía.  Eso  sí:  la  cruz 
es  muy  vistosa.  El  día  del  Corpus  me  la  pondré  para 
que  me  la  vean. 

Don  Segismundo.  ¡Ay,  ay,  ay!  ¿Qué  cruz  habrá 
que  tú  no  merezcas,  Cayetano? 

Marucha.  Dices  bien,  papá:  se  las  merece  todas, 
porque  es  buenísimo.  Y  los  demás  hombres  son  muy 
malos.  Y  él  nos  quiere  mucho.  Y  al  que  no  nos  quie- 
ra a  nosotros  que  no  le  den  cruces.  ¿Verdad,  tío  Ca- 
yetano? 

Tío  Cayetano.  ¡Qué  mocosilla  esta!...  Hombre, 
Segis,  a  Fifí  es  a  la  que  encuentro  yo  paliducha.  Fifí 


Acto  primero  37 

principia  a  amarar  la  car a^ próxima  al  sollozo.  ¿Qué 
le  sucede?  ¿-Ha  dejado  de  tomar  aquel  tónico  que  yo 
le  mandé? 

Rosalía.  No  hablen  ustedes  de  Fifí,  que  vamos 
a  tener  llantina.  Miren  ya  qué  cara  está  poniendo. 

Tío  Cayetano.  ¿Cómo  se  entiende?  ¡Delante  del 
tío  Cayetano  no  se  llora! 

Don  Segismundo.  No  extrañes  que  ande  así.  Su 
edad  es  muy  crítica...  Va  de  crisálida  a  mariposa. 
Está  en  el  tránsito  de  niña  a  mujer. 

Rosalía.  Pues  ninguna  de  nosotras  se  ha  puesto 
tan  tonta  en  ese  tránsito. 

Fifí.      Con  el  corazón  encogido.  Mejor...  mejor... 

Tío  Cayetano.  Nada,  si  sigue  así,  este  verano 
hay  que  pasar  un  mes  en  el  campo:  ¡al  aire  libre! 
¡No  hay  más  remedio!  ¡Lo  dispongo  yo!  ¿*  Eh, 
Fifí?  ¡Yo! 

Don  Segismundo.     Cayetano... 

Rosalía.     Tío  Cayetano... 

Tío  Cayetano.  ¡Sierra!  ¡Mucha  sierra!  ¡Repito 
que  lo  dispongo  3^0!  Nada  de  mar,  ^.-eh?  ¡Pinos!  ¡Mu- 
chos pinos!  Ya  están  de  acuerdo  todos  los  médicos 
en  que  el  mar  va  resultando  algo  húmedo.  Yo  lo  he 
leído  en  una  revista  portuguesa.  Y  es  muy  aburrido, 
además,  como  no  pasen  barcos. 

Marucha.  Tío  Cayetano,  tiene  usted  que  hacer- 
nos alguna  perrada  un  día  para  que  vea  lo  que  le 
queremos. 

Tío  Cayetano.      ¡Ja,  ja,  ja!  ^iTú  has  oído? 

Don  Segismundo.  Tiene  razón  Marucha:  no  te 
cansas  de  ser  generoso...  y  pudieras  creer... 

Tío  Cayetano.  ¡Bah,  bah,  bah!  Doblemos  la  hoja. 
Me  voy  a  mi  coche. 

Marucha.     (jSe  va  usted  ya  a  su  coche? 

Tío  Cayetano.  Sí.  Ya  he  digerido  mi  vaso  de 
leche. 


38  Las  de    C ain 

Rosalía.     Pues  lo  acompañaremos  al  coche,  ¿-no? 

Marucha.     Sí,  sí;  vamos  a  acompañarlo. 

Tío  Cayetano.     Como  queráis. 

Don  Segismundo.  Yo  me  quedo,  ¿eh.^  no  venga 
su  madre  con  las  otras... 

Tío  Cayetano.     Sí,  hombre,  sí.  Adiós. 

Don  Segismundo.  Enternecido  por  la  gratitud. 
¡Adiós,  Cayetano:  no  te  digo  nada! 

Tío  Cayetano.  Adiós.  Se  va  por  la  derecha  con 
las  tres  muchachas.,  inflado  como  un  globo. 

Rosalía.  Oiga  usted,  tío  Cayetano:  ¿cuándo  le 
veremos  a  usted  esa  cruz.^ 

Marucha.  Tío  Cayetano,  ¿-sabe  usted  lo  que  dice 
Fifí? 

Fifí.     ¡A  ver  si  te  callas! 

Rosalía.     Tío  Cayetano... 

Marucha.     Tío  Cayetano... 

Desaparecen.  Caín  contempla  la  escena^  y  de  cuando 
en  cuando  saluda  con  la  mano.,  sonriendo. 

Don  Segismundo.  ¡Bien  haya  ese  hombre,  para 
quien  toda  nuestra  gratitud  es  escasa!  ¡Mis  hijas  son 
suyas!...  Vamos,  como  a  suyas  las  quiere. 

Por  la  derecha  del  foro  vuelve  Alfredo  cogido  del 
brazo  de  Marín^  que  se  resiste  un  poco. 

Este  Marín  es  un  muchacho  de  aspecto  sencillo,  hu- 
raño y  tristón;  nada  cortesano. 

Alfredo.  Ya  verá  usted:  son  unas  chicas  muy 
simpáticas. 

Marín.  Si  no  lo  dudo,  amigo  Ruiz;  pero  no  tengo 
humor  de  tratar  con  nadie. 

Alfredo.  ¡Por  lo  mismo!  Usted  necesita  distraer- 
se; cambiar  en  absoluto  de  vida;  salir  de  su  monólo- 
go. Venga  usted. 

Marín.     Pero,  hombre... 

Alfredo.     Venga  usted.  ¡Don  Segismundo! 

Don  Segismundo.     ¡Hola!  Al  ver  a  Alfredo  con  un 


A  c  i  o  p  r  im  ero  39 

amigo  de  buen  porte^  la  alegría  del  triunfo  le  brilla  en 
los  ojos.  ¡Alfredito!  ¿-Tú  por  aquí  de  nuevo,  Al- 
fredito? 

Alfredo.  Voy  a  tener  el  gusto  de  presentarle  a 
usted  a  mi  amigo  Leopoldo  Marín. 

Don  Segismundo.  Ah,  con  mil  amores...  Muy  fa- 
vorecido... 

Marín.     Muchas  gracias,  señor... 

Alfredo.  Don  Segismundo  Caín  y  de  la  Muela; 
mi  futuro  padre  político. 

Don  Segismundo.     Para  servir  a  usted. 

Marín.     Muchas  gracias. 

Alfredo.  Aquí  lo  tiene  usted:  un  muchacho  sim- 
pático, inteligente,  bien  parecido,  con  dinero...  y  que 
se  va  a  morir  este  año. 

Don  Segismundo.  ¡Hombre!  ¡hombre!  Todo  está 
muy  bien  menos  lo  último. 

Marín.  Alfredo  se  chancea;  estos  males  de  carác- 
ter nervioso  tienen,  encima  de  ser  insoportables,  esa 
gracia:  la  de  que  nadie  los  toma  en  serio. 

Don  Segismundo.  Pero  ¿'está  usted  malo  de  ver- 
dad.^ Porque  el  aspecto...  ¡lo  que  es  el  aspecto!... 

Marín.  Según  la  gente,  estoy  rebosando  salud. 
Ya  oye  usted  a  Alfredo.  Pero  hace  unos  meses  que 
los  nervios  no  me  dejan  vivir  ni  hacer  nada  a  dere- 
chas. Soy  su  juguete,  a  mi  pesar. 

Don  Segismundo.     ¿Vive  usted  en  Madrid.^ 

Marín.  No,  señor:  estoy  aquí  de  temporada.  Vivo 
con  mis  padres  en  una  aldea  de  Asturias. 

Alfredo.  Una  desgracia  más.  El  padre,  vién- 
dolo así,  para  pocos  días,  le  llenó  la  cartera  de  bi- 
lletes y  le  dijo:  «Anda,  vete  a  Madrid:  diviértete  lo 
que  te  queda  de  vida.»  Nos  hemos  conocido  en  el 
café. 

Marín.     Ya  no  voy. 

Don  Segismundo.     ^Por  qué.^^ 


40  L  as  de    C  ain 

Marín.  Porque,  al  fin  y  al  cabo,  habla  uno  de 
sus  males  y  molesta.  ;Qué  le  importa  a  nadie  lo 
que  cada  cual  sufra  por  dentro.''  Y  para  no  incu- 
rrir en  esa  falta,  si  usted  no  tiene  nada  que  man- 
darme... 

Don  Segismundo.  Estrechándole  la  vtano.  Que  me 
mande  usted  es  lo  único  que  se  me  ocurre.  Mirando 
hacia  la  izquierda  y  haciendo  tiempo  para  que  llegue 
su  señora.  Le  daré  a  usted  una  tarjeta  mía. 

Marín.  Yo  siento  no  traer,  pero  es  lo  mismo:  en 
el  Hotel  María  me  tiene  usted  a  su  di"sposición. 

Don  Segismundo.  Tantas  gracias.  Entregándole 
SIL  tarjeta.  Ahí  va  mi  nombre  y  las  señas  de  la  choza 
en  que  me  puede  usted  mandar  a  toda  hora. 

Marín.     Obligadísimo. 

Don  Segismundo.  Estrechándole  nuevamente  la 
mano.  Y  nada  más,  sino  que  deseo  que  usted  destie- 
rre  pronto  esas  aprensiones...  Pero  aguarde  un  se- 
gundo: lo  presentaré  a  mi  esposa,  que  aquí  llega,  y 
que  tendrá  un  gran  placer  en  saludarlo. 

Marín.     Y  yo  a  la  vez. 

Sale  doña  Elvira  por  la  izquierda.  La  siguen  Es- 
trella y  Pepin,  Amalia  y  Tomás. 

Don  Segismundo.     Elvira,  te  presento  al  señor... 

Alfredo.     Marín:  Leopoldo  Marín. 

Do\  Segismundo.  Al  señor  don  Leopoldo  Marín, 
amigo  íntimo  de  Alfredo. 

Doña  Elvira.     ¡Oh! 

Marín.     Señora... 

Doña  Elvira.  Basta  que  sea  usted  amigo  suyo 
para  que  desde  ahora  lo  sea  nuestro. 

Don  Segismundo.  Y  va  usted  también  a  conocer 
a  estas  parejitas.  Mi  hija  Estrella... 

Estrella.     Servidora  de  usted. 

Marín.  ¿'Cómo  está  usted?  Les  va  dando  la  mano 
a  todos. 


Acto  primero  41 

Estrella.     Bien,  ly  usted? 

Marín.     Bien,  mil  gracias. 

Don  Segismundo.     Mi  hija  Amalia... 

Marín.     Tengo  mucho  gusto... 

Amalia.     El  gusto  es  mío. 

Don  Segismundo.     Don  José  Castrolejo... 

Marín.     Beso  a  usted  la  mano. 

Pepín.     Beso  a  usted  la  suya. 

Don  Segismundo.     Don  Tomás  Menéndez... 

Marín.     Muy  señor  mío. 

Tomás.     ¿Sigue  usted  bien.^ 

Marín.     Bien,  para  servirle...  Muchas  gracias. 

Hay  una  pausa^  durante  la  cual  todos  se  miran  y  a 
nadie  se  le  ocurre  nada. 

Don  Segismundo.  Pues  este  señor  es  asturiano... 
y  está  de  temporada  en  Madrid.  Mira  hacia  la  dere- 
cha  a  ver  si  vienen  las  otras  niñas. 

Alfredo.     Ya  lo  llevaré  a  casa  alguna  noche. 

Doña  Elvira.  Nos  veremos  muy  honrados  con 
ello. 

Marín.  La  honra  será  mía.  Y  con  permiso  de  us- 
tedes... Dándoles  sucesivamente  otra  vez  la  mano  a 
todos.  Señora,  a  los  pies  de  usted. 

Doña  Elvira.     Adiós,  Marín;  beso  a  usted  la  mano. 

Marín.     Señorita,  a  los  pies  de  usted. 

Estrella.     Beso  a  usted  la  mano. 

Marín.     A  los  pies  de  usted,  señorita. 

Amalia.     Beso  a  usted  la  mano. 

Marín.     Leopoldo  Marín,  en  el  Hotel  María... 

Pepín.     José  Castrolejo,  Velázquez,  treinta  y  tres... 

Marín.     Lo  mismo  le  digo:  en  el  Hotel  María... 

Tomás.  Gracias.  Tomás  Menéndez,  Jacometrezo, 
veintiuno... 

Marín.  Señor  Caín,  he  tenido  un  placer  muy 
grande...  Amigo  Alfredo,  lo  dejo  a  usted  aquí  con  su 
familia... 


42  Las  de    Caín 

Don  Segismundo.  ¡Caramba,  pues  ya  va  usted  a 
conocer  al  resto!... 

Marín.     ¿-A  qué  resto.'' 

Don  Segismundo.     ¡Al  de  la  familia! 

Alfredo.     ¡Es  verdad! 

Sale  por  la  derecha  Fifí. 

Don  Segismundo.  Fifí.  El  señor  Marín.  Esta  es 
la  menor  de  la  casa. 

Marín.     Señorita... 

Fifí.     ¿-Está  usted  bueno.'' 

Marín.     Bien,  ¿-y  usted.? 

Fifí.     Bien,  gracias.  ¿Su  familia  está  buena.? 

Marín.  Buena,  gracias.  A  la  de  usted  ya  la  veo 
tan  buena... 

Sale  Marucha.  Marín  se  sorprende  ligeramente. 

Don  Segismundo.  Maruchita.  El  señor  Marín;  un 
amigo  de  Alfredo. 

Marucha.     Ay,  tanto  gusto  en  conocerlo  a  usted... 

Marín.     El  gusto  es  mío,  señorita. 

Marucha.     ¿Cómo  está  usted.? 

Marín.     Bien,  gracias,  ¿y  usted.? 

Marucha.  Yo  bien;  muchas  gracias.  Mamá,  ¿a 
quién  se  le  parece  en  los  ojos.? 

Doña  Elvira.  En  los  ojos...  Eso  estaba  conside- 
rando yo...  ¿Es  a  tu  primo  Poli.? 

Marucha.  ¿Qué  se  ha  de  parecer  a  Poli.?  ¡Qué 
más  quisiera  Poli! 

Marín.     Usted  me  favorece,  señorita. 

Marucha.     Es  que  usted  no  conoce  a  Poli. 

Marín.  No...  no  conozco  a  Poli...  Y  no  molesto 
más. 

Don  Segismundo.     Queda  otra. 

Marín.     ¿Qué.? 

Sale  Rosalía. 

Don  Segismundo.     Que  quedaba  otra. 

Marín.     ¡Ah! 


A'c  t o  p  r  i m  c  r  o  43 

Alfredo.  Y  esta  presentación  la  hago  yo.  Ro- 
salía. 

Rosalía.     ¡Hola! 

Alfredo.     Mi  amigo  Leopoldo  Marín.  Mi  futura. 

Marín.     Tanto  honor... 

Rosalía.     Tanto  gusto... 

Marín.     Para  gusto,  el  de  su  novio  de  usted. 

Rosalía.     ¡Un  millón  de  gracias! 

Marucha.  ¡Mira  qué  amable!  Mamá,  ^-has  visto 
qué  amable.^ 

Don  Segismundo.     ¡Mucho;  mucho! 

Marín.  Es  cosa  que  salta  a  la  vista.  Y  me  mar- 
cho ya.  Despidiéndose  muy  <2/n^<2.  Señorita,  la  felicito 
a  usted...  Es  decir,  felicito...  Felicito  a  los  dos. 

Rosalía.     Muchas  gracias. 

Marín.     A  los  pies  de  usted,  señorita. 

Marucha.     Beso  a  usted  la  mano. 

Marín.     A  los  pies  de  usted. 

Fifí.     Beso  a  usted  la  mano. 

Doña  Elvira  Tendiéndole  la  diestra.  Adiós,  Leo- 
poldo. 

Marín.  Adiós,  señora.  Un  poco  atolondrado  ya^ 
vuelve  a  darles  la  mano  a  los  de^nás personajes.  Adiós, 
señorita. 

Estrella.     Adiós. 

Marín.     Adiós,  señorita. 

Amalia.     Adiós. 

Marín.     Adiós,  amigo. 

Pepín.     Adiós. 

Marín.     Adiós,  amigo. 

Tomás.     Adiós. 

Marín.     Adiós,  Alfredo. 

Alfredo.     Hasta  la  vista. 

Marín.     Don  Segismundo... 

Don  Segismundo.     Repito... 

Marín.     Adiós  a  todos. 


44  L  a s  d e   C ain 

Todos.     Adiós,  adiós... 

Se  quita  Marhi  el  sombrero  y  saluda.  Al  encami- 
narse hacia  la  izquierda  del  foro.,  lo  detiene  Cain  con 
un  grito. 

Don  Segismundo.  Pero  ¿qué  es  eso.''  ¿Pero  se  mar- 
cha usted  por  ahí.?" 

Marín.     Sí,  señor.  ;Hay  inconveniente.^ 

Don  Segismundo.  ¡Haberlo  dicho,  hombre!  ¡Si 
por  ahí  nos  marchamos  todos!  ¡Si  ese  es  nuestro  ca- 
mino! 

Doña  Elvira.  ¡Es  verdad!  ¡Y  la  hora  de  marchar- 
nos, ésta! 

Don  Segismundo.     ¡Nos  iremos  juntos! 

Marín.  Con  la  respiración  entrecortada.  Yo  lo  ce- 
lebro muy  de  veras...  pero  si  lo  llego  a  saber...  no 
me  despido  tantas  veces... 

Grandes  risas  acogen  la  salida  del  nuevo  amigo. 

Don  Segismundo.  ¡Mucho;  mucho!  ¡De  muy  bue- 
na ley;  de  muy  buena  ley! 

Doña  Elvira.     ¿-Vamos,  Mundo.^* 

Don  Segismundo.     Vamos,  sí,  vamos. 

Alfredo.     Vamos,  vamos. 

Rosalía.     Vamos. 

Se  dirigen  todos  hacia  el  foro^  rodeando  al  pobre 
Marín,  que  no  sabe  a  quién  atender.  Inmediatamente 
en  torno  suyo  van  don  Segismundo,  doña  Elvira, 
Maruchay  Fifí.  Detrás,  por  parejas,  Alfredo  y  Rosa- 
lia,  Estrella  y  Pepín,  Amalia  y  Tomás.  Hablan  todos 
a  un  tiempo:  gran  algazara. 

El  Guarda  asoma  por  el  primer  término,  creyenao 
que  se  han  echado  a  la  calle  los  republicanos. 

Guarda.  ¡Rediez,  qué  bullicio!  ¡Paece  que  les  ha 
tocao  la  lotería! 


fin  del  acto  primero 


ACTO  SEGUNDO 


Despacho  en  casa  de  Caín.  Una  puerta  al  foro  y  otra  a  la 
izquierda  del  actor,  en  primer  término.  A  la  derecha  un 
balcón.  Una  chimenea  de  chaflán,  entre  las  paredes  del 
foro  y  de  la  izquierda.  Cercana  al  balcón  la  mesa  de  tra- 
bajo. Muebles  modestos,  con  la  huella  de  muchas  mudan- 
zas encima.  Una  anaquelería  atestada  de  libros  y  papeles. 
En  las  paredes,  dos  o  tres  retratos  al  óleo,  de  esos  que  se 
trasmiten  de  padres  a  hijos,  sin  que  haya  una  buena  vo- 
luntad que  los  queme.  Sobre  la  chimenea  una  corona  de 
laurel.  En  el  pasillo,  frente  a  la  puerta  del  foro,  un  per- 
chero. Es  de  noche.  Luz  en  el  centro  de  la  habitación. 

Rosalía,  sentada  a  la  mesa  de  trabajo^  escribe  lo  que 
le  dicta  su  señor  padre.  Don  Segismundo  traduce  de 
un  libro  que  tiene  en  la  jnano,  y  pasea.  Está  de  batin 
y  babuchas.  Rosalía  viste  un  trajecito  de  casa  muy 
sencillo,  y  delantal.  Como  ella  visten  sus  hermanas. 

Don  Segismundo.  «El  tren  marchaba  con  vertigi- 
nosa rapidez.  Allá  lejos,  cada  vez  más  lejos,  entre  la 
espesa  niebla,  adivinábanse  las  luces  de  París,  de 
aquel  París  dorado  y  brillante  que  fué  primero  su 
sueño,  después  su  encanto,  y  al  cabo  su  ruina.  A  los 
ojos  del  viajero  asomó  una  lágrima.» 

Rosalía.  Acabando  de  escribir,  «...asomó  una  lá- 
grima.» 

Don  Segismundo.  Mira,  pon  dos  lágrimas,  por- 
que a  los  dos  ojos  es  muy  difícil  que  asome  una  sola. 

Rosalía.     ¡Aunque  el  viajero  fuese  tuerto! 

Don  Segismundo.     ¡Ja,  ja!  Pero  ¡que  esto  se  publi- 


46  LasdeCain 

que...  y  se  venda...  y  tenga  que  traducirlo  yo!  En  fin, 
¡qué  diablo!  peor  fuera  no  verlo...  ser...  aquello  que 
dijimos,  y  tener  las  narices  de  corcho.  Adelante. 

Aparece  Tomás  por  la  derecha  del  foro  en  el  pasillo. 
Deja  sil  sombrero  en  el  perchero^  y^  después  de  salu- 
dar, sigue  por  el  mismo  pasillo  hacia  la  izquierda. 

Tomás.     Buenas  noches. 

Don  Segismundo.     Hola,  Tomasito;  buenas  noches. 

Rosalía.     Se  ha  levantado  mucho  aire,  ^-verdad.? 

Tomás.     Mucho,  sí.  Aire  de  tormenta. 

Rosalía.     Ya  lo  he  conocido  yo  en  mis  nervios. 

Tomás.     ^'Se  labora.?* 

Don  Segismundo.  Un  poco.  Ganarás  el  pan  con 
el  sudor  de  tus  disparates. 

Rosalía.  i\llá  en  el  comedor  están  las  chicas  con 
la  tía  Mercedes. 

Tomás.     Pues,  hasta  ahora;  no  quiero  molestar. 

Don  Segismundo.  Tú  no  molestas  nunca,  hijo 
mío.  A  Rosalía,  bajo.  Hijo  mío:  que  digiera  la  frase. 
Volviendo  al  libro.  «Capítulo  decimosexto.  La  heren- 
cia de  los  Golber.  Han  pasado  seis  meses.»  «Le  soleil 
clair  et  beau  de  le  p7'intemps  divin...»  ¿Cómo,  cómo.? 
^A  real  el  pliego  y  descripciones  pintorescas.^  ¡No  en 
mis  días!  Leyendo  a  saltos  para  ver  lo  que  va  a  tra- 
garse. «Des  Jleurs...  oiseaux...  ruisseaux...»  ¡Bah,  bah, 
bahl  «Fontaines...  ombrages...  vergers...  les  nenúfar s 
dores. ..y>  ¡Bah,  bah,  bah!  Escribe:  «Llegó  la  primave- 
ra.» Punto  final.  Hemos  traducido  medio  capítulo  con 
una  sencillez  lapidaria. 

Asoma  Pepín  Castrolejo  como  Tomás,  y  hace  lo 
propio. 

Pepín.     Buenas  noches. 

Don  Segismundo.     ¡Oh!  ¡El  gran  Pepín! 

Pepín.     Hola,  Rosalía. 

Rosalía.     Hola. 

Pepín.     Don  Segismundo,  dispense  usted  que  lo 


A  r  t  o   s  e  ^  u  71  d  o  47 

distraiga  un  momento  de  su  tarea;  pero  le  traigo  de- 
dicado un  colino. 

Don  Segismundo.     ¡Ja,  ja! 

Pepín.     Como  le  hacen  a  usted  tanta  gracia... 

Don  Segismundo.     ¡Mucha  me  hacen! 

Pepín.  Oiga  usted.  ¿Cuál  es  el  cohno  del  encua- 
dernador.? 

Don  Segismundo.  ¿El  colmo  del  encuadernador.? 
Ya  sabe  usted  que  no  doy  nunca... 

Rosalía.     ;E1  colmo  del  encuadernador.?  ¿Cuál  es.? 

Pepín.  ¡Tener  hasta  las  muelas  empastadas! 
¡Jeeeee! 

Rosalía.     ¡Jesús! 

Don  Segismundo.  ¡Mucho,  mucho!  De  muy  bue- 
na ley.  ¡Tener  hasta  las  muelas  empastadas!  ¡Mucho; 
mucho! 

Pepín.  En  el  Círculo  esta  mañana  me  han  queri- 
do acogotar  porque  lo  dije.  ¡Jeeeee! 

Don  Segismundo.     ¡Ja,  ja! 

Pepín.     Hasta  luego. 

Don  Segismundo.  ¡Adiós!  Se  vuelve  para  mirar  a 
Rosalía^  que  lo  inira  a  él,  a  guisa  de  comeiitario.  Con 
los  ojos  nos  lo  decimos  todo.  Estrella  lo  espabilará. 

Sale  Marucha  por  la  puerta  de  la  izquierda. 

Marucha.     Pero  ¿no  ha  venido  mamá  todavía? 

Don  Segismundo.     No;  todavía  no  ha  venido. 

A'Iarucha.  Me  pareció  oírla  hablar.  Estoy  más  in- 
quieta esta  noche...  ¡Pobrecito  Marín!  Debe  de  estar 
peor... 

Don  Segismundo.     ¿Por  qué  razón,  muchacha.? 

Marucha.  ¿A  ti  no  te  dice  nada  el  corazón,  Ro- 
salía.? 

Rosalía.  ¿De  Marín.-^  Sí.  De  Marín  me  dice  una 
cosa...  que  yo  no  te  digo. 

Marucha.  ¡Ay,  qué  mala  eres!...  Papá,  ¿ves  qué 
mala.?...  ¿Y  a  ti,  qué  te  dice  el  corazón.? 


48  Las  de   Car n 

Don  Segismundo.  ¡El  corazón  a  mí  me  habla  muy 
pocas  veces  ya!...  ¡Si  vieras!... 

Marucha.     Pues  a  mí  no  para  de  hablarme. 

Don  Segismundo.     ¡También  lo  creo! 

Marucha.  ¡Y  me  está  diciendo  desde  anoche  unas 
cosas  más  tristes!...  ¡Pobrecito  Marín!  Venir  a  distraer- 
se a  Madrid,  caer  enfermo  de  gravedad,  y  encontrar- 
se sólito  en  la  habitación  de  una  fonda...  ¡Qué  pena! 
¡Sin  tener  a  su  alrededor  ninguna  persona  querida!... 

Don  Segismundo.  Mujer,  mujer...  a  falta  de  las  de 
su  familia,  tu  madre  desde  el  primer  momento  no 
abandona  la  cabecera  de  su  cama. 

Rosalía.  Lo  está  tratando  como  a  un  hijo.  Dos 
noches  lo  ha  velado  ya. 

Marucha.  ¡Ay!  Me  he  quedado  un  poquito  tras- 
puesta en  el  comedor,  ¡y  he  soñado  una  de  horrores 
en  dos  minutos!... 

Don  Segismundo.  Pues  date  ahora  una  vuelta  por 
los  pasillos,  bébete  un  buen  vaso  de  agua  fresca,  y 
desecha  esas  ideas  terribles... 

Marucha.  Como  me  lo  dices  voy  a  hacerlo.  Por- 
que estoy  tan  preocupada  con  Marín...  Rosalía,  no  te 
rías,  no  seas  mala.  Papá,  dile  que  no  sea  mala...  Ya 
veis  que  es  un  muchacho  que  no  ha  venido  acá  más 
que  unas  cuantas  veces...  y  que  ni  se  ha  fijado  en  mí 
ni  muchísimo  menos...  pero  ¡qué  sé  yol...  ¡Vaya  us- 
ted a  explicarse!... 

Don  Segismundo.     Anda,   anda;  déjanos  trabajar. 

Rosalía.  Y  vete  luego  al  comedor,  no  se  duerma 
la  tía  Mercedes. 

Marucha.  La  tía  Mercedes  no  se  duerme.  ¡Sabe 
más!...  Cierra  un  ojo,  y  los  novios  se  creen  que  es  el 
bueno,  y  que  está  dormida...  Y  el  que  cierra  es  el  de 
cristal.  ¡Ay,  Jesús!  ¡Quiera  Dios  que  se  me  va^^an  es- 
tas ideas  tan  tristes!...  Éntrase  por  la  puerta  del  foro, 
hacia  la  izquierda. 


A  c  t  o   s  eg  u  n  d o  49 

Don  Segismundo.  Cómo  me  recuerda  esta  muñe- 
ca de  í^larucha  a  tu  madre,  cuando  nos  conocimos. 
Tenía  el  mismo  dengue,  el  mismo  dejillo  de  mosqui- 
ta muerta...  Y  luego,  3"a  ves:  me  dio  ocho  hijas,  os  ha 
criado  a  las  ocho,  y  ha  sido  una  mujer  para  todo  en 
la  vida. 

Rosalía.  Barajando  ideas.  ¡Pobrecillo  Marín!...  La 
verdad  es  que...  Bueno,  ^'seguimos  traduciendo.^ 

Don  Segismundo.  Seguiremos  otro  ratito...  Lla- 
mándole a  esto  traducir.  «Una  mañana,  el  viejo 
Golber...» 

Sale  Brígida  por  la  puerta  del  foro.  Es  una  criada 
que  habla  siempre  en  voz  baja  y  con  cara  de  susto. 

Brígida.     Señor. 

Don  Segismundo.     ¡Vaya!  ¿Qué  ha}^^ 

Brígida.     Una  señora  pregunta  por  usted. 

Don  Segismundo.     ¿*Por  mí.^ 

Rosalía.     ¿-Quién  es,  no  te  ha  dicho? 

Brígida.  Sí  me  lo  ha  dicho,  sí;  pero  se  me  ha  ol- 
vidado. 

Don  Segismundo.     ¡Válgate  Dios! 

Brígida.  Aguarde  usted:  doña...  doña...  ¡doñaje- 
nara! 

Don  Segismundo.     ;Doña  Jenara  Izquierdo.^ 

Brígida.     ¡La  misma! 

Rosalía.     ¿La  madre  de  Tomás.' 

Don  Segismundo.  Seguramente.  Que  pase  en  se- 
guida. 

Brígida.     ¿Cómo.'' 

Don  Segismundo.     Que  pase. 

Brígida.     ¿Que  pase.^ 

Don  Segismundo,     Sí;  que  entre. 

Brígida.     ¡Ahí  Eso  es  otra  cosa.  Se  va. 

Rosalía.  ¡Qué  mujer!  Parece  que  está  siempre 
asustada. 

Asoma  Brígida  de  nuevo. 


50  Las  de    Caín 

Brígida.     {K  la  sala  o  aquí? 

Don  Segismundo.     Sobrecogido.  ;Eh.^ 

Brígida.     ^A  la  sala  o  aquí.^ 

Don  Segismundo.  Aquí;  aquí.  Vase  Brígida.  Aho- 
ra soy  yo  el  que  se  ha  asustado. 

Rosalía.     Y  yo.  ¡Demonio  de  mujer! 

Don  Segismundo.  ¡Le  da  a  todo  una  importancia 
y  un  misteriol 

Rosalía.     ^'Se  acabó  el  trabajo,  verdad? 

Don  Segismundo.  Se  acabó.  Digo,  este  trabajo: 
porque  todo  es  trabajar,  no  te  creas.  Déjame  solo 
con  esa  señora. 

Rosalía.     <iY  le  digo  a  Tomás  que  ha  venido? 

Don  Segismundo.  Ni  una  palabra,  como  yo  no 
avise. 

Rosalía.  Descuida.  Se  va  por  la  puerta  de  la  iz- 
quierda. 

Don  Segismundo  .  Preparándose  a  recibir  a  la 
dama,  ¡Bien,  bien,  bienl  ¡Perfectamente  bien!  El 
mundo  gira,  el  mundo  rueda,  y  su  vida  está  en  su 
movimiento.  Doña  Jenara  aparece  en  la  puerta  del 
foro.  Es  U7ia  señora  de  bue?i  ver.  Viene  de  velOy  y  ha- 
bla con  cierto  dejo  popular  madrileño.  ¡Oh,  señora! 
¿Para  qué  se  ha  molestado  usted?  ¿Cómo  está  usted? 

DoñaJexara.     Bien;  para  servirle. 

Don  Segismundo.     Tenga  la  bondad  de  sentarse. 

DoñaJenara.     Muchas  gracias. 

Se  sientan  los  dos. 

Don  Segismundo.  Por  lo  visto,  en  mi  carta  me  he 
expresado  mal.  Mi  intención  íué  pedirle  a  usted  hora 
para  visitarla  en  su  casa;  en  modo  alguno... 

Doña  Jenara.  No;  si  ya  lo  entendí;  si  era  eso  lo 
que  usted  me  decía.  Pero  yo  pensé;  este  señor  está 
muy  ocupado:  ¿a  qué  voy  a  hacerle  perder  tiempo  en 
ir  y  venir?  Y  como  la  cuestión  es  que  hablemos, 
aquí  estoy.  Cuanto  antes,  mejor.  No  sabe  usted  las 


Acto   segundo  51 

ganas  que  yo  tenía  de  conocerlo  a  usted  personal- 
mente para  decirle  más  de  cuatro  cosas. 

Dox  Segismundo.  Me  alegro  entonces  de  que  las 
aguas  hayan  corrido  por  este  cauce.  V^oy  a  cerrar  las 
puertas,  para  que  ni  una  sola  palabra  salga  de  aquí... 
mientras  no  nos  pongamos  de  acuerdo.  Lo  hace. 

Doña  Jenara.     ^Y  mi  hijo,  está  ahí.? 

Don  Segismundo.  ¡Pues  no!  Hablando  con  mi 
hija,  precisamente.  Porque  los  hijos  hablan  allá,  ha- 
blan aquí  los  padres. 

Doña  Jenara.  Sí,  señor;  es  mucha  verdad.  Y  al 
oírlo  a  usted,  con  esa  cara  de  bueno  que  tiene — us- 
ted disimule  la  confianza,  —  se  me  encienden  los  re- 
mordimientos que  ya  sentía.  Porque  esta  visita  la  he 
debido  yo  hacer  mucho  antes.  Sofocándose  por  pala- 
bras. ¡Sí,  señor;  sí,  señor:  mi  hijo  es  un  pillo;  mi  hijo 
hace  muy  mal  en  engreír  a  ninguna  chica;  mi  hijo  no 
se  puede  casar  con  su  hija  de  usted! 

Don  Segismundo.  Alarmándose  un  punto. _  ^-Por 
qué,  señora.? 

Doña  Jenara.  ¡Porque  en  ley  de  Dios  no  se  pue- 
de casar! 

Don  Segismundo.     ¿'Es  casado.? 

Doña  Jenara.     ¡Qué  ha  de  ser  casado! 

Don  Segismundo.  Recobrando  su  aplomo.  ¡Enton- 
ces sí  se  puede  casar! 

Doña  Jenara.  Según  y  cómo,  señor  don  don 
don...  ^-Cómo  se  llama  usted.^ 

Don  Segismundo.     Segism.undo,  señora. 

Doña  Jenara.  Pues  según  y  cómo,  señor  don 
Segismundo.  Yo  soy  muy  franca  y  muy  decente, 
y  a  mí  no  me  gusta  que  mi  hijo  engañe  a  nadie. 
Porque  mi  marido,  que  esté  en  gloria,  no  engañó 
a  nadie.  ¡A  nadie!  ¡Ni  a  mí!  —  que  eso  lo  cuentan 
muy  pocas  mujeres.  —  Y  como  él  no  ha  podido  ver 
engaños  en  su  casa,  se  me  arde  la  sangre  y  me  so- 


52  Las  de    Caín 

foco  toda  de  ver  lo  que  está  haciendo.  Yo  le  voy 
a  decir  a  usted  lo  que  es  mi  hijo,  y  luego,  usted  que 
es  padre,  verá  si  le  rompe  un  hueso  o  lo  que  de- 
termina. 

Don  Segismundo.  Cálmese;  cálmese  usted,  se- 
ñora... 

Doña  Jenara.  ¡No  puedo;  no  puedo!  Mire  usted: 
mi  hijo  es  un  vago;  mi  hijo  se  levanta  a  las  doce;  mi 
hijo  no  estudia;  mi  hijo  bebe;  mi  hijo  no  sabe  ganar 
una  peseta;  mi  hijo  trasnocha;  mi  hijo  empeña  los  li- 
bros; mi  hijo  no  confiesa;  mi  hijo  no  oye  misa...  jmi 
hijo  es  una  condenación!  Ese  es  mi  hijo:  ya  sabe  us- 
ted quién  es  mi  hijo.  Y  me  va  usted  a  permitir  que 
ponga  derecho  este  cuadro,  porque  yo,  en  viendo 
que  vea  un  cuadro  torcido,  no  puedo  hablar  una  pa- 
labra. ¡Manías!  Se  levanta  y  lo  hace. 

Don  Segismundo.  Señora,  está  usted  en  su  casa... 
¡Ja,  ja!  Y  venga  aquí,  y  sosiegue  ese  ánimo...  Usted, 
en  su  buena  fe,  hace  montes  de  granos  de  arena... 
¡Donoso  lance  este!  La  madre  acusando...  y  el  suegro 
defendiendo...  ¡Ja,  ja! 

Doña  Jenara.  Lo  que  veo  es  que  a  usted  lo  ha 
engatusado,  como  a  todo  el  mundo.  Porque,  eso  sí; 
gatera,  ya  es  gatera;  y  labia  y  gancho,  ya  le  ha  dado 
Dios;  y  desparpajo  y  vtetimiento,  no  le  faltan  a  él. 
¡Como  digo  una  cosa  digo  otra!  ¡Pero  me  va  a 
matar! 

Don  Segismundo.  Francamente,  señora,  a  mí  bien 
hubiese  podido  engañarme,  porque  a  mí  me  engaña 
una  codorniz...  pero  es  que,  en  rigor,  los  cargos  que 
usted  acumula  contra  él,  son  pueriles,  ¡fundamental- 
mente pueriles!...  ¡Que  no  estudia!  ¿Y  quién  estudia 
ya  en  este  país,  donde  todo  se  debe  al  favoritismo.-^ 
¡Que  se  levanta  a  las  doce!  Y  si  no  estudia,  ^-para  qué 
se  ha  de  levantar  más  temprano.''  ¡Que  empeña  los 
libros!  Y  ^'para  qué  los  quiere,  si  no  estudia?   ¡Que  i 


Acto  segundo  53 

bebe!  ¡Esa  es  una  necesidad  fisiológica.  ¡Que  no  oye 
misa!  Y  ¿quién  oye  misa  a  la  edad  que  tiene  Tomás? 
A  esa  edad,  si  se  va  a  la  iglesia,  es  a  ver  a  la  novia; 
y  su  hijo  de  usted  prefiere,  con  muy  buen  gusto,  ver 
a  la  novia  ñiera  de  la  iglesia.  ¡El  sacerdote  más  escru- 
puloso lo  absolvería! 

Doña  Jexara.  Vamos,  señor;  ¡si  le  parece  a  usted 
lo  pondremos  en  un  altar  con  una  palmita  y  un  perro 
lamiéndole  las  llagas! 

Dox  Segismundo.  ¡Ja,  ja!  ¡Mucho;  mucho!  Pero  ni 
tanto  ni  tan  calvo,  Gonzaivo.  ¡A  la  cantera!  ¡a  la  can- 
tera! Dígame  usted:  ¿el  chico  es  listo.'* 

Doña  Jenara.  ¿Que  si  es  listo.^  ¡Un  rayo!  ¡Anda, 
pues  si  él  quisiera  trabajar!  ¡Corta  un  pelo  en  el 
aire ! 

.  Don  Segismundo.     ¡Mucho;   mucho!   ¿Es   bueno.? 
¿Tiene  corazón? 

Doña  Jexara.  ¡No  le  cabe  en  el  pecho!  Mentiría 
yo  si  lo  negara.  Ve  una  pena  de  otro,  y  le  duele 
como  si  fuera  propia. 

Dox  Segismuxdo.  ¡Mucho;  mucho!  Tenemos  hom- 
bre; tenemos  hombre.  Ya  saldrá,  ya  saldrá...  Así  lo 
he  apreciado  yo  desde  el  primer  día,  y  por  eso  he 
consentido  sus  amores  con  mi  hija  Amalia.  ¡Con 
Amalia!  ¡Con  Amalia!  Luego  conocerá  usted  a  Ama- 
lia. Decir  Amaha  aquí,  es  decir  la  perla  de  esta  casa. 
Y  todas  son  mis  hijas:  ¡y  tengo  ocho!  Pero  la  perla 
de  la  casa  es  ella. 

Doña  Jexara.  Sí,  señor;  y  yo  me  alegro  mucho 
de  que  su  elección  haya  sido  tan  acertada.  Y  queda- 
mos en  que  la  chica  es  una  perla,  y  el  chico  San  Isi- 
dro Labrador,  y  en  que  se  quieren  a  morir;  pero  ya 
sabe  usted  que  los  suspiros  no  alimentan;  más  bien 
debilitan;  y  mi  hijo,  sobre  que  no  sabe  ganarlo,  no 
tiene  dinero. 

Don  Segismuxdo.     ¡Mucho;  mucho! 


54  L  as  a  e   Caín 

DoñaJenara.  No,  señor;  lo  que  es  en  eso  no  me 
convence  usted.  ¡No  tiene  dos  reales! 

Don  Segismundo.     jMucho;  muchol 

DoñaJen.ara.     jLe  digo  a  usted  que  ni  dos  realesl 

Don  Segismundo.  Si  ya  lo  sé.  «Mucho;  mucho», 
en  esta  ocasión  significa  que  estamos  de  acuerdo. 

Doña  Jenara.     ¡Ah! 

Don  Segismundo.  Ciertamente  su  hijo  de  usted 
no  tiene  dinero,  ni  mi  hija  tampoco;  y  claro  está  que 
para  casarse  lo  necesitan... 

DoñaJexara.     ¡Mucho;  mucho! 

Don  Segismundo.     Mucho,  no;  una  cosa  prudente... 

Doña  Jenara.  Si  es  que  yo  también  estoy  de 
acuerdo  ahora... 

Don  Segismundo.  ¡Ja^  ja!  ¡Muy  bien,  muy  bien! 
De  muy  buena  ley...  Pues  óigame  usted  cuatro  pala- 
bras. Un  pariente  mío  —  pariente  y  protector  —  tie- 
ne por  Tomasillo  las  más  fervientes  simpatías,  y  me 
ha  ofrecido  para  él,  viéndolo  tan  enamorado  de  Ama- 
lia, un  destino  que  le  permita  realizar  sus  sueños.  Mi 
opinión  es  que  la  salvación  del  chico  está  ahí:  con  la 
golosinilla  de  la  boda,  con  la  miel  del  te  quiero  y  me 
quieres,  se  nos  mete  en  trabajo,  se  acostumbra  a 
él,  y  se  hace  un  hombrecito.  ¿Usted  qué  dice  a  esto.^ 

Doña  Jenara.  Un  poco  conmovida.  ¡Ay,  señor 
don  don  don...! 

Don  Segismundo.     Segismundo. 

Doña  Jenara.  Don  Segismundo,  que  nunca  me 
acuerdo  de  su  nombre:  ¿qué  quiere  usted  que  diga 
yo.^  ¡Que  el  padre  de  mi  hijo  no  haría  más  por  él!  Si 
ese  es  mi  afán:  que  se  arrime  a  buen  árbol,  que  sea 
formalito,  que  se  deje  de  gandulear,  que  trabaje,  que 
mire  al  mañana... 

Don  Segismundo.  ¡Oh!  Pierda  usted  cuidado...  Se 
va  a  casar  con  una  hormiguita...  Mi  hija  Amalia  es 
una  hormiguita...  Va  usted  a  conocerla. 


Ac t o  s egundo  55 

Doña  Jen  ara.  Me  veré  muy  favorecida,  señor.  Ya 
no  deseo  otra  cosa. 

Don  Segismundo  va  a  la  puerta  del  foro  a  llamar 
a  Brígida,  Mientras  tanto,,  doña  Jenara  coloca  otros 
cuadros  derechos. 

Don  Segismundo.  ¡Brígida!  ¡Brígida!  Asoma  Brí- 
gida, siempre  asustada,,  naturalmente^  y  don  Segis- 
mu7ido  le  da  un  recadito  en  voz  baja.   Ahora  vendrá. 

Doña  Jenara.     Muchas  gracias,  señor. 

Vuelve  a  asomar  Brígida. 

Brígida.     ¿"La  señorita  Amalia  sola.** 

Don  Segismundo.  Sí;  sola,  ella  sola.  Se  va  Brí- 
gida. Esta  criada  cree  que  tenemos  siempre  un  en- 
fermo grave.  Pues  bien,  amiga  mía:  mañana  a  prime- 
ra hora  veré  yo  a  Cayetano,  mi  pariente,  le  hablaré 
con  entera  seriedad  del  caso,  y  luego  pasaré  a  salu- 
dar a  usted  para  enterarla  de  todos  los  pormenores: 
índole  del  destino,  sueldo,  etc.,  etc. 

Doña  Jenara.  Lo  que  usted  guste,  señor,  lo  que 
usted  guste. 

Sale  Amalia  por  la  puerta  de  la  izquierda.  Al  ver 
a  doña  Jenara  se  sorprende  ligeramente. 

Dox  Segismundo.  Aquí  la  tiene  usted:  ésta  es 
Amalia. 

Amalia.     Servidora. 

Doña  Jenara.  Por  muchos  años.  Conte?npla  en- 
cantada unos  momentos  a  la  muchachita. 

Don  Segismundo.     ¿Tú  conoces  a  esta  señora.^ 

Amalia.  De  vista...  Una  tarde  tuve  el  gusto 
de  encontrármela  con  Tomás...  y  luego  él  me 
dijo... 

Doña  Jenara.  ¡Sí  que  ha  sabido  elegir  el  muy 
sinvergüenza!  ¡Vaya  si  es  bonita,  señor!  ¡Y  tan  repu- 
lidita  que  ella  parece!  ¡Le  digo  a  usted  que  es  de  lo 
más  chulo!  Bueno,  todos  los  pillos  tienen  suerte... 
¡Pillo,  más  que  pillo!  ¿De  cuándo  acá  se  va  a  merecer 


5^  Las   de    Caín 

él  este  conñte?  ¡El  muy  granuja!...  ¡el  muy  pendón!... 
¡el  muy  gandulazo!... 

Dox  Segismundo.  Yo  no  sé  si  tú  sabrás  que  ha- 
bla de  tu  novio, 

Amalia.  Ya  lo  he  comprendido...  Pero  no  me 
hace  mella. 

Doña  Jenara.  ¡No  la  hace  mella,  dice!  ¡Mira  qué 
buen  agrado  tiene  y  qué  gracia!  ¡Es  un  regalo  esta 
criatura!  ¡un  regalo! 

Amalia.     Usted  me  favorece. 

Doña  Jexara.  Yéndose  de  repente  a  la  mocita,  con 
efusión  de  suegra  simpática.  ¡A  ver  si  me  lo  metes  en 
cintura,  hija  mía!  ¡Lo  que  tú,  con  esa  cara,  no  puedas 
con  él,  no  ha  de  poderlo  nadie!  ¡Que  arrime  el  hom- 
bro al  trabajo!  ¡que  sude! 

Don  Segismundo.     Sudará,  sudará... 
^  Doña  Jenaka.     ¡Que  no  es  hijo  de  ningunos  prín- 
cipes! Está  tan  mimado,  tan  consentidote...  ¡Ay,  se- 
ñor! Lo  peor  que  puede  pasarle  a  un  matrimonio  es 
no  tener  más  que  un  hijo. 

Don  Segismundo.  Con  permiso  de  usted,  amiga 
mía,  puede  pasarle  algo  peor.  ¡Ja,  ja! 

Doña  Jenara.  Entiéndame  usted  por  qué  se  lo 
digo.  ¡Pero  qué  bonita  eres,  hija  mía!  ¡Dame  un  beso! 
iTe  voy  a  querer  más  que  a  él!  Y  me  voy,  me  voy, 
porque  si  no  me  voy,  no  dejo  de  hablar. 

Don  Segismundo.  ¡Como  ya  están  todos  los  cua- 
dros derechos! 

Doña  Jenara.  ¡Ja,  ja,  ja!  ¡Qué  sombra  ha  tenido! 
Quedamos  en  lo  que  quedamos,  don  don  don... 

Don  Segismundo.     Segismundo. 

Doña  Jenara.  Don  Segismundo.  Ya  sabe  usted 
su  casa.  Dame  tú  otro  beso,  bonita.  No  se  molesten, 
no  se  molesten...  Buenas  noches...  Al  llegar  a  la 
puerta  del  foro  apaga  maquinalmente  la  luz.  ¡Ayl  ¡Los 
dejaba  a  oscuras!  La  costumbre  que  tengo  en  casa. 


A  c  t  o   s  e  guví  d  o  57 

Don  Segismundo.     Ja,  ja! 

Doña  Jenara.  Disimulen  ustedes.  Buenas  noches. 
No  se  moleste  usted,  señor. 

Dox  Segismundo.     No  es  molestia  nino-una. 

Doña  Jenara  se  va  por  la  puerta  del  foro,  hacia  la 
derecha.  Don  Segismundo  la  sigue.  A?nalia  queda 
asomada  a  la  puerta,  despidiéndola. 

Amalia.     Adiós...  vaya  usted  con  Dios. 

Vuelve  don  Segismundo. 

Don  Segismundo.     ^'Ehjqué  tal.^Dame  tú  un  abrazo. 

Amalia.  ¡Con  toda  el  alma,  papaíto!  ¡Qué  buení- 
simo  eres!  Y  esta  señora  es  muy  campechana  y  muy 
agradable.  ^'Quietes  aigo.^ 

Don  Segismundo.  Que  te  vayas,  que  es  lo  que  tú 
quieres. 

Amalia.  Pues  hasta  luego.  ¡Estoy  más  contenta 
que  mi  suegra!  Se  marcha  por  donde  salió. 

Don  Segismundo.  ¡Bien,  bien,  bien!  ¡Perfectamen- 
te bien!  ;Hoy  es  trece,  verdad.-  Porque  se  me  está 
dando  un  buen  día... 

Aparece  Alfredo  por  la  derecha  en  el  pasillo,  y  deja 
su  sombrero. 

Alfredo.     ^'Se  puede,  don  Segis.^ 

Don  Segismundo.     ¡Qué  preguntas  haces,  Alfredo! 

Alfredo.     Es  que  no  vengo  solo.  Pasa,  Emilio. 

Don  Segismundo.     ¡Ah! 

Surge  en  el  pasillo  Emilio  Vázquez,  sombrero  en 
mano.  Es  un  autor  cómico,  envanecidillo  con  el  triun- 
fo de  su  primera  obra,  porque  los  críticos  han  dicho 
de  él  que  es  un  <e.granoy>  para  algunos  autores  fa- 
mosos. 

Emilio.     Buenas  noches. 

Don  Segismundo.      ¡Adelante,  señor! 

Alfredo.  Presentándolos.  Don  Segismundo  Caín. 
Mi  amxigo  Emilio  Vázquez. 

Don  Segismundo.     Tanto  honor... 


58  L  as  de    C ain 

Emilio.     Tanto  gusto... 

Alfredo.     Autor  cómico  muy  aplaudido. 

Don  Segismundo.  ;Hola.^ 

Emilio.     Psche... 

Alfredo.  Ha  hecho  sus  primeras  armas  ahora  en 
el  Salón  Martínez. 

Don  Segismundo.  ¡Ah,  en  el  Salón  Martínez!  ^'Qué 
compañía  trabaja  en  él? 

Emilio.  Una  muy  modestita.  Sí.  La  compañía 
Sánchez-Pérez-Bermúdez.  Sí. 

Don  Segismundo.  Tengo  una  idea  de  haber  leído 
algo  de  eso...  ¿-Cómo  se  titula  la  obra  de  usted.^ 

Emilio.      «.Castañas pilongas.»  Sí. 

Don  Segismundo.  «/  Castañas  pilongas!-»  Es  gracio- 
so el  título,  ¿verdad.? 

Alfredo.  Sí,  señor.  Y  la  obra.  Ha  gustado  mu- 
cho. Yo  estuve  en  el  estreno. 

Emilio.     Es  un  sainetito.  Sí. 

Don  Segismundo.  ¡Mucho;  mucho!  Cultiva  usted 
el  género  que  más  me  agrada:  el  saínete.  Tan  casti- 
zo, tan  español...  La  gracia  culta,  la  sátira  burlona  de 
las  costumbres...  <f.Castigai  rideiido  mores...»  ¡No  vaya 
usted  a  sacar  un  sainetito  de  esta  casa!  ¡Ja,  ja!  Pero, 
sentémonos.  ¿O  pasamos  al  comedor?  ¿Qué  te  pare- 
ce, Alfredo? 

Alfredo.     Mejor  será.  Allí  están  las  chicas... 

Don  Segismundo.  Dices  bien.  Vamos,  vamos  al 
comedor. 

Alfredo.  Yo  le  espero  aquí,  don  Segismundo. 
Con  permiso  de  Emilio,  necesito  hablarle  a  usted  en 
seguida. 

Don  Segismundo.  ¿Ah,  sí?  Pues  en  seguida  vuel- 
vo. Usted  perdonará... 

Emilio.     Na  hay  de  qué,  señor  mío. 

Don  Segismundo.  Llevándoselo  del  brazo.  ¿Con- 
que tan  joven  y  ya  autor  cómico  aplaudido,  eh? 


Acio   segundo  59 

Emilio.     Sí,  señor,  sí. 

Don  Segismundo.  Es  la  misión  más  alta:  la  de  di- 
vertir a  los  hombres...  Lo  dijo  Schiller,  como  usted 
sabe  mejor  que  yo. 

Emilio.     Sí,  señor,  sí. 

Don  Segismundo.     Pase  usted. 

Emilio.     Muchas  gracias. 

Se  van  por  la  puerta  de  la  izquierda.  Don  Segis- 
mundo mira  a  Alfredo  con  gratitud. 

Alfredo.  Paseándose  preocupado.  ¡Pobre  don  Se- 
gis!  Le  voy  a  dar  la  noche...  Sí.  Y  es  claro  que  debo 
decírselo.  Sí.  Porque  sabe  Dios  adonde  habrán  lle- 
gado las  cosas...  Sí.  Y  si  hace  falta,  obligaremos  a  ese 
joven...  Sí.  ¡Caramba!  ¡Que  se  m.e  ha  pegado  la  mule- 
tilla del  autor  cómico! 

Sale  Rosalía  por  la  puerta  de  la  izquierda. 

Rosalía.     ^-Por  qué  no  has  ido  al  comedor.»^ 

Alfredo.     Porque  quería  que  tú  vinieras. 

Rosalía.  Pues  aquí  me  tienes.  En  cuanto  vi  lle- 
gar a  papá  con  un  muchacho  nuevo,  pensé:  «Alfredo 
está  ahí.» 

Alfredo.  Y  aquí  estoy,  en  efecto.  ¿Te  lo  ha  pre- 
sentado tu  padre? 

Rosalía.  Remedando  a  Emilio.  Sí.  Me  lo  ha  pre- 
sentado. Sí. 

Alfredo.  Ya  veo  que  te  lo  ha  presentado.  Es 
simpático,  (íeh.? 

Rosalía.     Sí. 

Alfredo.     Sí.  Se  ríen.  ¡Burlona! 

Rosalía.     ¿Cuándo  nos  casamos? 

Alfredo.      ¡Nunca! 

Rosalía.     ¡Ja,  ja,  ja! 

Alfredo.     Vas  a  tener  que  pedírmelo  en  cruz. 

Rosalía.     Menos  que  en  cruz. 

Alfredo.  Y  conste  que  no  es  de  nobles  vence- 
dores divertirse  así  de  los  vencidos. 


6o  Las   ae   Caín 

Rosalía.     ^Te  declaras  vencido? 

Alfredo.  ¡Vencido  y  convencido!  (.-No  lo  estás 
viendo?  Al  cabo  triunfó  lo  que  debía:  se  hizo  la  luz 
en  mi  mollera.  Pero  me  he  llevado  más  de  un  mes 
con  unas  dudas  y  unos  recelos...  que  no  los  quiero 
para  ti.  La  otra  noche  me  daba  de  coscorrones  en 
mi  cuarto.  «¡Animal!  ¡zopenco!  ¡que  deberías  estar 
tirando  de  una  carreta!  ;De  manera  que  cuando  tu 
novia  te  demuestra  en  su  cariño  a  los  suyos  todo  lo 
que  vale  moralmente,  es  cuando  a  ti  se  te  ocurre  ha- 
cer de  Ótelo  y  ponerte  en  ridículo?  ¡Eres  un  ser  abo- 
minable!» Todo  esto  me  decía. 

Rosalía.     Pues  no  te  mereces  más  que  la  mitad. 

Alfredo.     ;Y  que  tú  me  quieras,  me  lo  merezco? 

Rosalía.  Después  de  bailar  un  rigodón  con  los 
ojos.  Sí. 

Alfredo.  ¡Entonces  pídeme...  hasta  que  m.e  tire 
por  el  balcón! 

Rosalía.     Tírate. 

Alfredo.     Mira  que  me  tiro. 

Rosalía.  Tírate.  Alfredo  se  dirige  al  balcón.  No 
te  tires. 

Alfredo.     ^-No  me  tiro? 

Rosalía.  ;Para  qué,  si  es  un  entresuelo  y  no  vas 
a  matarte? 

Alfredo.  Corriendo  hacia  ella  y  cogiéndole  las 
víanos  apasionadamente.  ¡Bendita  sea  tu  cara! 

Rosalía.     ¡Te  quiero  mucho,  Alfredol 

Alfredo.     ^Mucho? 

Rosalía.  Mucho.  Pon  todos  los  muchos  que  dice 
papá  al  cabo  del  día,  y  todavía  son  pocos. 

Alfredo.  Pues  multiplica  esos  muchos  por  mi  ca- 
riño, y  así  te  quiero  yo. 

Cogidos  de  las  manos  se  miran  unos  momentos  sin 
palabras. 

Rosalía.      ¡Ay,  Alfredol 


Acto   segundo  61 

Alfredo.     ¿Quér 

Rosalía.  ¡Qué  mal  lo  vamos  a  pasar  como  no  se 
casen  pronto  las  chicas! 

Alfredo.  No  lo  dudo  un  instante.  Ya  en  todo 
pienso  como  tú.  ¡Hay  que  casarlas  por  la  posta! 

Oyese  la  tos  de  Caín  detrás  de  la  puerta  del  foro. 
Alfredo  y  Rosalía  se  stíeltan  las  manos.  La  tos  conti- 
núa^ y  entonces  se  separan.  Se  oyen  dos  o  tres  golpes 
más  y  se  separan  otro  poco. 

Rosal1\.  [Jesús!  Pero  ;qué  idea  tiene  papá  de  las 
distancias.' 

Sale  don  Segismundo  con  los  residuos  de  la  tos. 

Don  Segismundo.     ¡Ay,  ay,  ay! 

Rosalía.  ¿Por  qué  no  tomas  unos  vahos  de 
brea.^ 

Dox  Segismundo.  ¡Esta  tos  no  se  cura  con  brea! 
A  Alfredo.  Oye,  ¿sabes  que  me  agrada  bastante  ese 
chico?  Tiene  labia,  tiene  despejo  natural... 

Alfredo.  Es  compañero  de  mi  nueva  casa  de 
huéspedes.  Y  sí  parece  listo,  sí. 

Don  Segismundo.  Sí.  Y  ;era  cierto  que  deseabas 
hablarme.^ 

Alfredo.     ¡Ojalá  no  lo  íuera,  don  Segismundo! 

Don  Segismundo.  Mirando  alternativamente  a  los 
novios.  ¿Eh? 

Alfredo.  Porque  lo  que  tengo  que  decirle  es, 
cuando  menos,  bastante  desagradable,  y  pudiera  ser 
crrave  además. 

o 

Rosalía.  ¿Grave.?...  ¿Y  por  qué  me  lo  has  callado, 
Alfredo.''  ¿Es  que  estorbo  yol 

Alfredo.     No;  al  contrario:  quédate. 

Don  Segismuxdo.  ¿Grave,  dices.-  Pocas  cosas  hay 
graves  en  este  mundo. 

Alfredo.     Pues  ésta,  en  mi  concepto,  lo  es. 

Don  Segismundo.     Habla. 

Alfredo.     Ustedes  me  conocen  y  saben  que  yo 


62  L  as   d  e    C  atn 

no  tengo  pelos  en  ía  lengua,  ni  puedo  decir  las  cosas 
con  rodeos, 

Don  Segismundo.     ¡Mucho! 

Alfredo.  Pues  bien:  cuando  anoche  me  fui  de 
aquí,  antes  de  recogerme,  estuve  dando  vueltas  por 
las  calles  tomando  el  fresco;  y  al  pasar  de  nuevo  por 
ésta,  camino  de  mi  casa  37a,  vi  que  del  balcón  del 
cuarto  de  Estrella  se  descolgaba  un  hombre. 

Don  Segismundo.     ¿Qué  dices.^ 

Rosalía.  Ah,  vamos.  A  don  Segismundo.  No  te 
alarmes;  no  es  eso. 

Alfredo.  ¿Cómo  que  no  es  eso.^  ;Me  vas  a  negar 
lo  que  yo  vi? 

Rosalía.  Estoy  enterada...  Yo  explicaré...  Óye- 
me, papaíto. 

Don  Segismundo.  Deja,  deja  que  acabe  éste.  ;Has 
dicho  que  se  descolgaba  un  hombre  del  cuarto  de 
mi  hija.-^ 

Alfredo.     Sí,  señor. 

Don  Segismundo.  ¿Y  quién  era  ese  hombre.-*  ¿Tú 
lo  reconociste.? 

Alfredo,     Pepín  Castrolejo. 

Don  Segismundo,  jPepín  Castrolejol  ¡Ah,  traidor- 
zuelo  sinvergüenza!  No  lo  creí  tan  osado, 

Rosalía.     Papá,  pero  yo  explicaré... 

Don  Segismundo.  ¡Eso  no  es  un  hombre,  como 
tú  has  dicho!  ¡Es  el  novio  de  ella,  que  es  peor! 

Rosalía.     ¿Quieres  oírme.^ 

Don  Segismundo.  Un  hombre,  un  desconocido, 
puede  ser  un  ladrón  que  entró  por  una  alhaja;  pero 
un  novio  que  escala  el  balcón  de  su  novia,  aunque 
nada  se  lleve,  se  lleva  algo  más  que  pueda  llevarse 
una  partida  de  ladrones. 

Rosalía.  Papá,  papá,  no  hagamos  una  escena  de 
novela,  que  bastantes  hay  con  las  que  tú  traduces. 
Yo  lo  sé  todo:  ¿no  me  ves  tranquila? 


Acto  segundo  63 

Don  Segismundo.  Por  lo  que  hace  a  Estrella,  lo 
estoy  yo  también,  porque  en  ella  tengo  confianza; 
pero...  En  fin,  dime  tú:  ¿qué  diablos  pasó.^ 

Rosalía.  Estrella  misma  me  lo  ha  contado.  Pasó 
que  ese  monigotiilo,  que  le  está  buscando  tres  pies 
al  gato  desde  el  principio  de  las  relaciones,  le  dijo 
anoche,  entre  burlas  y  veras,  cuando  ella  salió  al  bal- 
cón a  despedirlo,  como  de  costumbre,  que  iba  a  su- 
bir a  darle  un  beso...  o  qué  sé  yo  qué.  Tonterías. 

Don  Segismundo.     Sigue,  que  no  son  tonterías. 

Alfredo.     ¡Tonterías,  don  Segisl 

Don  Segismundo.     Sigue. 

Rosalía.  Que  no  lo  harás,  que  sí  lo  haré;  que  no 
te  atreves;  que  subo,  que  no  subes...  Total:  que,  con 
unas  y  con  otras,  trepó  como  un  gato  por  la  reja  de 
la  taberna,  y  ganó  el  balcón.  Entonces  Estrella  se 
puso  por  las  nubes:  cerró  los  cristales,  cerró  las  ma- 
deras, y  lo  dejó  allí  como  un  tiesto.  Esta  es  la  his- 
toria. 

Alfredo.  Que  no  desmiente  en  un  ápice  lo  que 
yo  he  contado. 

Rosalía.  Pero  que  necesitaba  explicarse,  como 
comprenderás. 

Don  Segismundo.  ¡Bien!  ¡Muy  bien!  ¡Perfectamen- 
te bien!  ¡Con  cuantísima  razón  recelaba  tu  madre  de 
ese  monicaco!  Mal  corresponde  a  nuestro  noble  afec- 
to. Vivir  para  ver.  Silencio.  Repito  que,  por  mi  hija, 
estaba  yo  tranquilo,  porque  la  conozco.  Pero  ¡ay! 
que  la  gente  no  la  conoce  como  yo.  Calumnia,  que 
algo  queda... 

Alfredo.     ¡He  ahí  el  gran  peligro! 

Don  Segismundo.     /  Voilá! 

Rosalía.     La  calumnia...  Es  cierto. 

Don  Segismundo.  Del  mismo  modo  que  éste  ha 
visto  bajar  del  balcón  al  señorito  ese,  han  podido 
verlo  otras  personas  que  ignoran  cuándo  y  a  qué  su- 


64  L  a  s  d  e   C  a  i  n 

bió.  Este  es  el  caso  —  no  ha}^  que  darle  más  vuel- 
tas, —  y  sabido  es  cómo  estos  casos  se  resuelven  en- 
tre personas  que  guardan  su  buen  nombre. 

Alfredo.      ¡Sí,  señor;  dice  usted  muy  bien! 

Rosalía.     ;Un  duelo.'' 

Don  Segismundo.     ¡Quiá! 

Alfredo.  ¡Mi  primer  impulso  fué  saltar  sobre  él, 
cogerlo  por  el  cuello  y  ahogarlo! 

Don  Segismü\'do.  ¡Nunca!  ¡Hubieras  hecho  un 
gran  desatino! 

Rosalía.      ¡Como    que   así   no   se    remedia    nada, 


señor 


Don  Segismundo.  ¡Nada  absolutamente!  Aquí  la 
solución  es  clarísima;  de  una  transparencia  de  cristal; 
y,  por  buenas  o  por  malas,  a  ella  hemos  de  ir.  Yo  es- 
pero que  será  por  buenas. 

Alfredo.  ¡O  por  malas!  No  se  puede  jugar  im- 
punemente con  la  reputación  de  una  señorita.  Y  si, 
en  último  término,  fuera  preciso  romperle  la  cabeza 
a  ese  pollo... 

Rosalía.     ¡Y  dale! 

Don  Segismundo.  ¡Todo  menos  eso,  hombre  de 
Dios!  ¡Déjale  la  cabeza  quieta!  Y  ahora,  ya  que  eres 
tan  bueno,  una  súplica. 

Alfredo.     Usted  me  manda. 

Don  Segismundo.  Esta  noche  no  sale  de  aquí  ese 
mocito  sin  hablar  conmigo  seriamente.  Yo  quiero 
que  se  halle  presente  en  la  entrevista  el  tío  Cayetano. 

Rosalía.     ¿"El  tío  Cayetano.^ 

Don  Segismundo.  Sí.  Toma  un  coche,  y  llégate  al 
Casino  por  él.  Me  basta  y  me  sobra  mi  autoridad  de 
padre;  pero  no  me  estorba  la  de  un  hombre  de  la  re- 
presentación de  Cayetano. 

Alfredo.  Ni  una  palabra  más.  Aquí  estoy  con  él 
antes  de  diez  minutos.  (l\i  quieres  algo,  Rosalía? 

Rosalía.     Nada;  que  vuelvas. 


Acto  según  a  o  65 

Alfredo.  Hasta  ahora.  ^'Supongo  que  no  te  que- 
jarás de  mí.^ 

Rosalía.     ¡Quejarme!  Me  tienes  encantada... 

Vase  Alfredo  precipitada77tente  por  la  puerta  del  foro, 

Don  Segismundo.  Este  chico  vale  un  imperio. 
¡Cómo  colabora  en  nuestros  afanes!  ¿Verdad,  Rosalía? 

Rosalía.  Es  un  bendito.  Mirando  hacia  dentro 
desde  la  puerta.  Ahí  tenemos  de  vuelta  a  mamá.  Al 
salir  Alfredo  ha  entrado  ella. 

Don  Segismundo.  ¡Ah,  mamá!  Pues,  oye:  luego, 
tú,  de  la  manera  más  discreta,  a  solas  las  dos,  enté- 
rala de  todas  estas  amargas  novedades.  Ahora,  disi- 
mulemos. 

Sale  doña  Elvira  por  la  puerta  del  foro  ^  un  poco  fa- 
tigada. 

Doña  El\ira.  ¡Ay!  Ya  estoy  aquí;  creí  que  no 
llegaba.  Se  ha  levantado  un  vendaval  horrible. 

Don  Segismundo.  ¿Cómo  sigue  ese  pobre  mu- 
chacho.? 

Rosalía.     ¿Cómo  está  Marín? 

Doña  Elvira.  Mejor;  está  mejor,  a  Dios  gracias. 
Treinta  y  ocho  y  décimas  ha  tenido  esta  tarde.  A 
Rosalía.,  besándola.  Dame  un  beso,  cielo.  A  don  Se- 
gis^  besándolo  también.  Ven  acá  tú,  descastadote. 

Don  Segismundo.     ¡Ja,  ja! 

Rosalía.  De  manera  que  está  mejor,  ¿eh?  ¡Lo  que 
se  va  a  alegrar  Marucha!  Llama?ido  desde  la  puerta 
del  foro.  ¡Niñas!  ¡Niñas!  ¡Ya  ha  venido  mamá! 

Doña  Elvira.  Con  júbilo.  A  propósito  de  Maru- 
cha, tengo  que  contaros... 

Rosalía.     ¿Qué? 

Doña  Elvira.  Que  es  indudable:  Marín  está  im- 
presionadísimo. 

Don  Segismundo.     ¿Sí? 

Doña  Elvira.  ¡En  el  delirio  de  la  fiebre  la  nom- 
bra con  frecuencia!... 


66  Las   de    Caín 

Sale  Marucha  por  la  puerta  de  la  izquierda.  Sus 
hermanas  salen  luego  también  por  la  misma  puerta. 

Marucha.     ;Cómo  está  Marín? 

Doña  Elvira.     Está  mejor,  corazón  mío. 

Marucha.     ¿Está  mejor.'' 

Don  Segismundo.     Sí,  está  mejor:  treinta  y  siete... 

Doña  Elvira.  Treinta  y  ocho  y  décimas.  No  te 
apures  tú,  palomita.  La  besa, 

Marucha.  ¡El  pobre!...  Si  no  fuera  por  ti,  que 
eres  tan  buena,  se  hubiera  muerto  como  un  perro. 

Rosalía.     No  tanto,  mujer... 

Doña  Elvira.  En  los  momentos  en  que  se  lim- 
pia más  de  fiebre,  se  deshace  conmigo  en  palabras 
de  gratitud. 

Marucha.     ¡Mira  qué  bueno! 

Doña  Elvira.  Y  por  Dios  me  pide  que  no  se 
les  avise  a  sus  padres,  como  no  se  agravara  dema- 
siado. 

Marucha.  ¡Pobrecitol  ¡Qué  bueno,  qué  bueno! 
Papá,  si  yo  caigo  mala  algún  día,  muy  mala,  muy 
mala,  y  tú  estás  fuera,  como  no  me  vaya  a  morir  no 
te  aviso. 

Don  Segismundo.  ¡Me  parece  muy  acertado! 
iJa,  ja! 

Doña  Elvira.  Besando  otra  vez  a  Marucha.  (Pero 
qué  rica  eres! 

Rosalía.     Y  qué  previsora  además. 

Marucha.  Y  tú  qué  mala:  siempre  me  estás  pin- 
chando. 

Sale  Estrella. 

Estrella.     Hola,  mamá.  ;Cómo  has  pasado  el  día.^ 

Doña  Elvira.  Bien.  Acordándome  mucho  de  vos- 
otras. La  besa. 

Estrella.     ¿Y  cómo  está  Marín.^* 

Marucha.     Está  mejor;  está  mejor,  ¿sabes.^ 

Rosalía.     Treinta  y  ocho  y  décimas. 


A  cío  segundo  67 

Estrella.  Vaya,  me  alegro.  Que  sea  enhorabue- 
na, Marucha. 

Marucha.  ¡Ay,  qué  tonta!  Mamá,  mira  lo  que  me 
dice  ésta. 

Estrella.  Por  supuesto,  yo  voy  a  reventar  de 
risa.  Viene  Pepín  esta  noche  desatado.  ¡Qué  de  ton- 
terías nos  ha  dicho!  Y  yo  me  temo,  me  temo  cuando 
viene  así  desatado. 

Sale  Amalia. 

Amalia.  Buenas  noches,  mamaíta.  ¿Cómo  está 
Marín.? 

Doña  Elvira.     Está  mejor.  La  besa. 

Marucha.  Está  mucho  mejor.  Treinta  y  ocho  y 
décimas  nada  más. 

Don  Segismundo.     Está  mejor. 

Rosalía.     Está  mejor. 

Estrella.     Está  mejor. 

Marucha.  A  Fifi,  que  sale.  ^'Sabes,  Fifí.?  Marín 
está  mejor. 

Fifí.     ¿Está  mejor? 

Doña  Elvira.  Sí;  está  mejor.  La  besa.  ¡Reina  del 
mundo! 

Rosalía.     Está  mejor.  Treinta  y  ocho  y  décimas. 

Don  Segismundo.     Está  mejor. 

Amalia.     Está  mejor. 

Estrella.     Está  mejor. 

Doña  Elvira.  Por  cierto  —  ¿me  oyes,  Segis?  — 
que  hay  que  llevarle  el  caldo  de  aquí.  Por  humani- 
dad. Hoy  subió  la  camarera  un  caldo  que  era  veneno. 

Marucha.  ¡Ay,  qué  mala!  ¡Que  metan  a  esa  mu- 
jer en  la  cárcel! 

Rosalía.     ¡Jesús! 

Doña  EL\^RA.  Mañana  —  ¿sabes.  Mundo.?  —  aun- 
que sea  haciendo  un  sacrificio,  mataremos  un  pollo. 

Don  Segismundo.     Humorísticamente.  ¡Baja  la  vozl 

Doña  Elvira.     ¿Por  qué? 


68  L  a s  d t   C ain 

Don  Segismundo.  ¡Porque  en  el  comedor  hay  un 
pollo  nuevo,  y  pudiera  asustarsel 

Grandes  risas. 

Marucha.  ¡Ay,  qué  gracioso  es  mi  papá!  Lo 
besa. 

Doña  Elvira.  ¿'Qué  me  decís?  ¿Hay  un  pollo  nue- 
vo en  el  comedor.? 

Rosalía.     Alfredo  lo  ha  traído. 

Don  Segismundo.     Muy  simpatiquillo  por  cierto. 

Amalia.     Y  muy  galante. 

Estrella.     Y  se  ha  enamorado  de  Fifí. 

Fifí.     No,  no,  no,  no. 

Doña  Elvira.     ¿Esas  tenemos.? 

Fifí.     No,  no,  no,  no. 

Doña  Elvira.  Besándola.  Pero,  simple,  ¿qué  mal 
hay  en  ello?  Anda,  vamos  allá;  que  yo  lo  conozca. 

Estrella.     Sí,  sí;  vamonos  para  allá. 

Amalia.     Vamonos,  vamonos. 

Rosalía.  Es  autor  cómico:  ha  estrenado  las  <íCas- 
tañas  pilongas» . 

Estrella.  ¡Y  también  dice  colmos^  como  Pepín! 
Pero  sin  tanta  gracia. 

Marucha.     ¡Pues  uno  ha  dicho  muy  salado! 

Amalia.     Y  a  Fifí  le  ha  echado  muchas  flores. 

Fifí.     No,  no,  no,  no. 

Doña  Elvira.  ¡Vaya,  vaya,  veo  que  ha  caído  bien, 
ha  caído  bien  el  recién  llegado! 

Habiéndole  a  la  madre  todas  a  la  vez  se  van  por  la 
puerta  del  foro,  hacia  la  izquierda. 

Don  Segismundo.  Ya  iré  yo  ahora,  ¿eh?  No  os 
curéis  de  mí,  que  he  de  corregir  un  poco  unas  cuar- 
tillas. Cuando  se  queda  solo,  exclama:  La  soledad  es 
madre  de  la  inspiración.  Pasea.  Luego  se  asoma  vigi- 
lante a  una  puerta  y  a  otra,  y  las  cierra.  Se  sienta  a 
la  mesa  y  busca  entre  los  papeles  un  plieguecillo  blan- 
co para  una  carta.  Después  de  desechar  dos  o  tres  dis- 


Acto  segundo  69 

tÍ7ttos,  elige  uno  pequeño.  Toma  la  pluma  para  escri- 
bir^ y  se  detiene.  La  deja  y  toma  un  lapicero.  Va  a 
escribir  naturalmente  con  la  mano  derecha^  y  de  pron- 
to se  detiene  otra  vez.  Coge  el  lápiz  con  la  izquierda  y 
traza  unos  renglones.  Lee  lo  que  ha  escrito^  y  arruga 
el  pliego  como  llevado  de  la  cólera.  Por  fin  lo  dobla  y 
se  lo  guarda.  Se  levanta  y  vuelve  a  pasear.  Y  como 
expresión  y  resumen  de  cuanto  ha  pensado  y  ha  hecho, 
dice: 

«Al  rey  la  hacienda  y  la  vida 
se  ha  de  dar;  pero  el  honor 
es  patrimonio  del  alma, 
y  el  alma  sólo  es  de  Dios.» 

Aparece  por  la  puerta  del  foro  el  tío  Cayetano.  Al- 
fredo lo  sigue. 

Tío  Cayetano.     ¡Chico,  qué  nochecita  de  aire! 

Don  Segismundo.     ¡Cayetano! 

Tío  Cayetano.     ¡Cómo  sopla  Febo! 

Alfredo.  ¡Hay  que  echarse  piedras  en  los  bol- 
sillos! 

Don  Segismundo.  ¡Y  yo  que  te  he  hecho  venir 
en  tal  noche!  ¿Por  qué  eres  tan  bueno,  Cayetano? 

Tío  Cayetano.  ¿Quieres  callarte,  Segismundo.^  Si 
yo  no  te  sirvo  para  ocasiones  como  la  presente,  ¿para 
qué  he  de  servirte  yo.^  Cuando  yo  vi  entrar  a  éste,  y 
éste  me  dijo  a  lo  que  iba,  estaba  yo  tomando  mi  taza 
de  café,  mi  copa  de  coñac  y  mi  vaso  de  agua,  y  allí 
se  quedó  todo. 

Don  Segismundo.  ¡Válgame  el  Señor!  ¡Qué  tras- 
torno! ¿Quieres  tomar  aquí  alguna  cosa.'* 

Tío  Cayetano.  No;  si  el  café  y  el  coñac  ya  me 
los  había  yo  bebido.  Quiero  decir  que  ni  le  pagué 
al  camarero  ni  me  ocupé  de  nada  más  que  de  ser- 
virte. 

Don  Segismundo.  Que  Dios  te  lo  premie.  Alfredo 
te  habrá  dicho... 


70  L  as  de    C  atn 

Alfredo.     Sí;  ya  sabe  de  lo  que  se  trata. 

Tío  Cayetano,  Sí;  ya  sé  yo  de  lo  que  se  trata. 
¿Y  qué  piensas  hacer,  si  has  pensado  algo? 

Don  Segismundo.  Te  diré:  no  he  pensado  más 
que  una  cosa:  llamar  aquí  a  ese  joven — y  de  ahí  que 
haya  querido  ampararme  de  tu  apoyo  moral — y  pe- 
dirle primeramente,  y  después  exigirle,  si  hiciera 
falta,  que  cumpla  su  deber  de  caballero.  Y  como  el 
tiempo  vuela,  y  tu  tiempo  es  precioso,  Cayetano, 
porque  para  ti  no  hay  minuto  perdido,  vamos  a 
afrontar  la  situación.  Alfredo,  ángel  tutelar  de  esta 
casa,  ten  la  bondad  de  ir  al  comedor  y  suphcarle  a 
Pepín  que  venga;  que  le  vamos  a  decir  un  colmo. 

Alfredo.  Ahora  mismo.  Se  va  por  la  puerta  del 
foro^  hacia  la  izquierda. 

Don  Segismundo.  ¡A  qué  amargas  consideracio- 
nes se  presta  la  vida  algunas  veces,  Cayetano! 

Tío  Cayetano.     Eso  se  me  estaba  ocurriendo  a  mí. 

Don  vSegismundo.  Ah,  hombre;  y  dispensa  mi 
olvido.  ¡Si  no  sé  dónde  tengo  la  cabeza!  Enhorabue- 
na por  la  nueva  encomienda  con  que  han  premiado 
tus  relevantes  méritos. 

Tío  Cayetano.  jPsche!  No  tiene  importancia... 
fUn  botón  más!  Se  empeñó  el  ministro...  Si  me  ale- 
gro es  porque  me  concede  honores  militares  para  mi 
entierro. 

Don  Segismundo.  ¡Haga  Dios  que  tarden  mucho 
esos  honores! 

Tío  Cayetano.     Lo  mismo  estaba  pensando  yo. 

Llega  Alfredo  por  donde  se  fué. 

Alfredo.  Ya  viene.  ;Me  quedo  o  me  marcho, 
don  Segismundo.'' 

Don  Segismundo.  ¡Te  quedas!  ¡Pues  no  falta- 
ba más! 

Alfredo.  Como  usted  guste.  Celebro  quedarme; 
eso  sí. 


Acio  segundo  71 

Tío  Cayetano.  ¡Ah,  pues  no  faltaba  más!  ¡Usted 
se  queda! 

Don  Segismundo.  Y  lo  que  os  ruego  a  entrambos 
es  que  recibáis  a  ese  bribonzuelo  con  el  gesto  más 
duro  de  que  vuestro  semblante  disponga. 

Alfredo.     Ya,  ya. 

Cai?i  se  deja  caer  671  un  sillón,  como  abatido;  Alfre- 
do pasea  con  cara  de  vinagre,  y  el  tío  Cayetano  se  sien- 
ta con  su  aire  de  superioridad  acostu?nbrado.  Por  la 
puerta  del  foro  sale  Pepín  muerto  de  risa. 

Pepín.  ¡Señores,  qué  juergal  Buenas  noches,  don 
Cayetano.  Ese  chico  autor  nos  ha  puesto  una  chara- 
da graciosísima.  Figúrense  ustedes  que...  Reparando 
en  las  caras  de  todos.  Pero  ¿es  que  pasa  algo?  Les  en- 
cuentro las  caras  un  poco  tirantes. 

Don  Segismundo.  Pues  aun  debieran  estarlo  más. 
Se  levanta. 

Pepín.     ¿Cómo.^ 

Tío  Cayetano.     Aun  debieran  estarlo  más. 

Don  Segismundo.  Alíredo,  hazme  el  favor  de  ce- 
rrar las  puertas. 

Alfredo  obedece. 

Pepín.  Me  dejan  ustedes  atónito.  jSe  puede  sa- 
ber....? 

Don  Segismundo.     Señor  de  Castrolejo. 

Pepín.     Señor  de  Caín. 

Don  Segismundo.  Mostrándole  el  plieguecillo  de 
marras.  Yo  he  recibido  esta  carta  anónima.  El  tío 
Cayetano  mira  a  Alfredo,  Alfredo  a  don  Segis,y  éste 
pasa  por  alto  las  dos  miradas.  Fíjese  usted,  por  si  se 
considera  aludido. 

Pepín.     A  ver... 

Don  Segismundo.  Lee.  «Anoche,  a  deshora,  del 
balcón  de  una  de  tus  hijas  se  descolgaba  un  hom- 
bre. Te  lo  advierto  para  que  guardes  más  bien  el  ho- 
nor de  tu  casa. — Un  buen  amigo.» 


72  Las   de    Caín 

Pepín  se  pone  lívido  y  traga  toda  la  saliva  que  pue- 
de. Las  miradas  están  fijas  en  él. 

Pepín.  No  entiendo  por  qué  me  lee  usted  eso 
a  mí. 

Don  Segismundo.  ^No  tiene  usted  ninguna  noti- 
cia del  caso.? 

Pepín.     Ninguna. 

Alfredo.     ¿'Ninguna? 

Pepín.  Ya  he  dicho  que  ninguna.  Pero  como  us- 
ted tiene  más  de  una  hija  con  novio... 

Alfredo.  ¡Alto  allá!  Amigo  Pepín:  usted  y  sólo 
usted  fué  quien  se  descolgó  anoche  de  un  balcón  de 
esta  casa.  Yo  lo  vi. 

Pepín.     ¿'Que  usted  lo  vio.'* 

Alfredo.  Que  yo  lo  vi.  Y  por  las  trazas — y  esto 
es  lo  más  grave — no  fui  yo  sólo. 

Pausa.  Pepín  vuelve  a  tragar  saliva^  cada  vez  más 
amarga. 

Pepín.  Bien...  Yo  he  ocultado  en  un  principio... 
porque...  claro...  como  siempre  estas  cosas  se  abul- 
tan... Pero  lo  que  ocurrió  no  tiene  nada  de  particu- 
lar... P'ué  que  Estrella  me  dijo... 

Don  Segismundo.  No  se  le  ha  llamado  a  usted 
aquí  para  que  nos  refiera  el  paso,  que  conocemos 
enteramente... 

Pepín.  Pues  entonces  no  veo  la  tostada,  y  usted 
perdone. 

Don  Segismundo.  Pues  la  va  usted  a  ver  en  se- 
guida, mi  joven  amigo.  La  fama  de  mi  hija  se  ha 
puesto  en  tela  de  juicio;  anda  en  lenguas...  Bien 
claro  lo  prueba  este  papel.  Usted  es  el  responsable 
de  ello.  A  usted,  pues,  toca,  como  cumplido  caba- 
llero, detener  en  su  camino  a  la  calumnia.  Arres- 
tos me  sobran  para  acometer  cuanto  mi  honor  exi- 
ge; pero  en  este  momento  yo  me  olvido  de  mis 
fueros   de   padre,   y   quiero   esperarlo  todo    de   su 


Acto   segundo  73 

nunca  desmentida  hidalguía,  de  su  inmaculada  hono- 
rabilidad. No  se  lleva  en  balde  el  apellido  que  usted 
lleva. 

Pepín.  Abrumado  por  la  nube  qtte  se  le  viene  enci- 
ma. Pero,  bueno...  Pero,  entendámonos...  Pero,  pre- 
gunto yo...  Pero...  ;Qué  me  quiere  usted  decir,  don 
Segismundo.^  Porque  usted  debe  comprender...  que 
una  chiquillada... 

Don  Segismundo.  ¡Mucho;  mucho!...  ¡Una  chiqui- 
llada!... Califica  usted  el  hecho  perfectamente...  Yo 
también  las  hice,  en  mi  abril...  Pero  hay  chiquilladas 
de  chiquilladas...  y  algunas  que  en  chiquilladas  em- 
piezan, en  hombradas  tienen  que  acabar.  Por  mi  par- 
te, 3^a  supe  no  comprometer  en  ninguna  de  mis  chi- 
quilladas el  quebradizo  honor  de  una  doncella. 

Alfredo.     ¡Muy  bien! 

Pepín.     ;Muy  bien.^..  ^-Quién  ha  dicho  muy  bien.^ 

Alfredo.     Yo. 

Pepín.  No...  pues  no  tan  bien...  porque...  Franca- 
mente, don  Segismundo...  esa  hombrada  a  que  usted 
parece  aludir...  francamente...  Claro  que  yo  quiero 
mucho  a  Estrellita...  y  que  mis  intenciones  siempre 
fueron  las  de  casarme...  pero  ¡caramba!...  así  de  golpe... 

Don  Segismundo.  Pues  ¿'qué  otro  medio  encuen- 
tra usted,  así  de  golpe,  como  usted  dice,  para  conte- 
ner la  calumnia  que  deshonra  mi  casa.? 

Pepín.     Pero  si  yo  creo  que  no  hay  tal  calumnia... 

Don  Segismundo.     Mostrándole  el  anónimo.  ¡Voilá! 

Pepín.     Eso  es  un  anónimo,  señor... 

Don  Segismundo.  ¿Y  de  cuándo  acá  necesitó  fir- 
ma la  calumnia.? 

Pepín.  Bueno,  señor,  pero...  No  es  eso  sólo...  Son 
muchas  consideraciones  de  otra  índole...  Yo  necesito 
consultar  con  papá...  que  tiene  un  genio  del  diablo... 

Don  Segismundo.  ^-Consultó  usted  con  su  papá 
para  subir  al  balcón  de  mi  hija? 


74  L  a  s   d  e    C  ain 

Alfredo.     ¡Muy  bien! 

Pepín.     ^-Otra  vez? 

Tío  Cayetano.  Levantándose  en  alas  de  la  inspi- 
ración. No,  pero  si  hay  más;  si  yo  estoy  callado  por- 
que... vamos,  porque  estoy  callado...  Pero  a  mí  se  me 
ocurre  preguntarle  a  este  joven:  se  me  ocurre  a  mí: 
¿consultó  usted  con  su  papá  para  subir  al  balcón  de 
Estrella.'*  ¿Eh?  (.'Eh,  Segismundo.^  ¿Consultó  con  su 
papá  para  subir  al  balcón  de  tu  hija?  ¿No  le  parece  a 
usted,  Alfredo?  ¿Consultó  con  su  papá...? 

Pepín.  No,  señor  don  Cayetano;  no  consulté... 
Aquí  lo  que  hay...  Llevadas  las  cosas  así...  Porque, 
es  natural,  ustedes  están  apasionados...  Yo  lo  pensa- 
ré... Yo  veré... 

Don  Segismundo.  Ah,  ¿luego  vacila  usted  en  dar- 
me la  reparación  que  yo  esperaba  de  su  caballerosi- 
dad y  de  su  nobleza? 

Pepín.  ¿Cómo  he  de  vacilar?...  Nada  de  eso...  Lo 
que  es  que  hay  cosas...  mi  querido  don  Segismun- 
do... ¡Ésta  es  una  escena  muy  violenta!...  Fíjese  us- 
ted... fíjese  usted... 

Alfredo.  Usted  es  el  que  se  ha  de  fijar  en  esto 
que  yo  voy  a  decirle;  que  ya  me  están  a  mí  bailando 
los  nervios  al  oír  tantas  evasivas  intolerables.  Yo  soy 
en  esta  casa  un  hijo  más:  a  usted  le  consta.  Bueno: 
pues  o  nos  da  usted  ahora  mismo  palabra  de  honor 
de  que  se  casa  con  mi  hermana  o  le  pego  un  tiro 
en  la  cabeza. 

Pepín.     ¡Hombre! 

Don  Segismundo.     Alfredo,  no  te  pongas  así... 

Alfredo.  Con  quien  no  conoce  su  deber,  así  hay 
que  ponerse. 

Pepín.  No...  pues  mire  usted...  lo  que  es  con  bra- 
vatas... 

Alfredo.     ¡Si  no  son  bravatas! 

Pepín.     Yo   bien  claro  he  manifestado  mis  inten- 


H>  Acto   segundo  75 

clones...  He  dicho  que  me  pienso  casar...  Pero  yo  soy- 
soltero...  yo  soy  un  hijo  de  familia...  Yo  hablaré  con 
papá...  Yo  les  prometo  a  ustedes  formalmente... 

Don  Segismundo.  ¡Basta,  Pepín,  basta!  No  nece- 
sito oír  más  de  tus  labios.  Ni  podía  esperar  otra  cosa. 
¡Este  cascarrabias  de  Alfredo  es  un  fuguillas!  Dispén- 
salo. Y  dame  a  mí  un  abrazo  fuerte:  dame  un  abrazo 
en  señal  de  paz,  porque  para  mí  tus  últimas  palabras, 
que  son  las  de  un  hombre  de  honor,  tienen  toda  la 
fuerza  de  una  escritura  pública. 

Pepin,  anonadado,  se  deja  abrazar. 

Tío  Cayetano.  Yo  no  quiero  ser  menos,  en  vista 
de  que  su  actitud  es  la  que  corresponde.  Lo  abraza, 

Alfredo.  Y  yo  uno  a  esos  abrazos  el  mío,  rogán- 
dole a  usted,  no  sólo  que  me  perdone,  sino  que  me 
considere  de  hoy  más  como  su  hermano.  Lo  abraza 
tajnbién. 

Pepíx.     Gracias,  señores...  gracias... 

Don  Segismundo.  Y  ahora  abriré  las  puertas,  no 
alarmemos  a  la  familia.  Abre  primeramente  la  del 
foro  y  luego  la  otra,  detrás  de  la  cual  aparece,  temblo- 
rosa y  pálida,  la  noble  figura  de  doña-  Elvira.  Rosalía 
está  C071  ella.  \  Elvira!  ¿-Tú  aquí.í* 

Doña  Elvira.  Sinceramente  conmovida.  Sí...  yo 
aquí...  Ustedes  me  dispensarán...  Soy  una  madre... 

Don  Segismundo.  Vamos...  vamos...  yo  que  no 
quería... 

Tío  Cayetano.     Este  que  no  quería... 

Doña  Elvira.     Hola,  Cayetano... 

Don  Segismundo.     Siéntate,  tranquilízate... 

Tío  Cayetano.     Siéntate,  tranquilízate... 

Alfredo.     Beba  usted  un  poco  de  agua. 

Rosalía.     Pídela  tú,  Alfredo. 

Tío  Cayetano.  A  gritos.  ¡Agua!  ¡Un  poco  de 
agua,  en  seguida!  Se  va  por  la  puerta  del  foro,  hacia 
la  izquierda. 


76  Las   de   Caín 

Alfredo.  Deje  usted;  yo  mismo  voy  por  ella.  Se 
va  por  la  puerta  de  la  izquierda,  corriendo. 

Doña  Elvira.  Deploro  darles  este  mal  rato... 
ustedes  se  harán  cargo  de  mis  sentimientos...  Una 
cosa  así...  nunca  había  pasado  en  mi  casa...  Soy  una 
madre  que  se  mira  en  sus  hijas... 

Don  Segismundo.  ¡Mucho;  mucho!  Ya  no  hay  que 
hablar  de  ello  siquiera...  Ahora  no  hay  más  que  es- 
tar todos  contentos...  ¡muy  contentos!...  ¿-Verdad, 
Pepín.^ 

Pepín.  Sí,  señor,  sí...  ¡contentísimos  todos! 
Por  la  puerta  del  foro  van  llegando,  sucesiva  y  apre- 
suradamente, y  con  cierta  inquietud,  Amalia,  Fifí, 
Marucha,  Estrella,  Tomás  y  Emilio  Vázquez.  Detrás 
de  todos  el  tío  Cayetano.  Alfredo  vuelve  por  donde 
se  marchó  con  un  vaso  de  agua,  que  ofrece  a  doña 
Elvira. 

Amalia.     ¿-Qué  sucede.?  ¿Qué  tiene  mamá.? 
Rosalía.     Nada,  nada... 
Don  Segismundo.     Nada,  no  os  alarméis. 
Doña  Elvira.     Besándola.  Nada,  corazón,  nada. 
Fifí.     Mamaíta,  ¿qué  es  eso.? 

DoñaElvira.     Nada,  nada,  cara  de  gloria.  La  besa. 
Don  Segismundo.     No  es  nada,  no  es  nada... 
Marucha.     Pero  ¿qué  le  ha  pasado  a  mamá.? 
Rosalía.     Nada,  no  le  ha  pasado  nada... 
Doña  Elvira.     Nada,  tesoro  mío,  nada  absoluta- 
mente. 

La  besa  también. 

Estrella.     ^-Qué  ha  sido.^  ¿qué  ha  sido.? 
Doña  Elvira.      ¡Estrella! 

Don  Segismundo.     Nada,  nada...  ¿Cómo  se  ha  de 
decir.? 

Rosalía.     Nada,  mujer,  nada... 
Doña  Elvira.     ¡Ven  acá,  hija  de   mi  sangre,  ven 
acá!  La  besa  y  la  abraza  con  ardimiento. 


I 


Ac  to  s  egundo  77 

Tomás.     ¿Se  ha  puesto  mala  doña  Elvira? 

Emilio.     ^-Se  ha  puesto  mala.^ 

Don  Segismundo.  No,  señor...  son  los  nervios... 
Gracias  por  su  atención... 

Doña  Elvira.     Muchas  gracias. 

Tío  Cayetano.     ¿Pasó.?  ¿Pasó  ya.? 

Alfredo.  Ande  usted,  tome  un  poco  de  agua, 
señora. 

Marucha.  Pero  ¿qué  ha  habido?  [Porque  algo  ha 
tenido  que  haber  para  esto!... 

Doña  Elvira.  Nada...  no  ha  habido  nada...  Que 
yo  soy  muy  tonta... 

Don  Segismundo.  ¡Ha  habido!  ¡ha  habido!  ¡Yo 
diré  lo  que  ha  habido!  ¡Esto  es  hijo  de  la  emoción 
natural  y  de  la  alegría!  Al  enterarse  vuestra  madre 
de  que  el  señor  don  José  Castrolejo,  que  tanto  nos 
honra  con  su  amistad,  quiere  formalizar  sus  relacio- 
nes con  Estrella  para  casarse  en  breve  plazo,  se  ha 
conmovido  profundamente... 

General  explosión  de  alegría.  Todas  las  caras  res- 
plandecen^ menos  la  de  Pepín. 

Rosalía.     ¡Eso  ha  sido! 

Alfredo.     ¡Eso  ha  sido! 

Estrella.  A  Pephi.  ¡Tunante!  ¡Mira  qué  callado 
me  lo  tenías! 

Marucha.  ¡Qué  malo  es  usted!  No  nos  había  di- 
cho una  palabra. 

Amalia.     ¡Dame  un  beso,  Estrella! 

Marucha.     ¡Y  otro  a  mí! 

Fifí.     ¡Y  otro  a  mí! 

Rosalía.     ¡Y  a  mí  otro! 

Doña  Elvira.     ¡Y  ciento  a  tu  madre! 

La  hesan  todas. 

Tomás.  Abrazando  a  Pepín.  ¡Que  sea  enhorabue- 
na! ¿No  se  lo  anuncié  yo  a  usted  hace  tiempo? 

Pepín.     Balando  lo  misino  que  un  borrego.  ¡Jeeeee! 


7^  Las  de   Ca 


tn 


Emilio.     Reciba  usted  mi  felicitación.  Sí. 

Pepín.     Sí.  Tantas  gracias. 

Tomás.     ¡Pues,  señores,  yo  reviento  si  me  lo  callo! 

Don  Segismundo.     ^Qué  hablas  tú,  buena  pieza? 

Tomás.  ¡Que  reviento  si  me  lo  callo!  ¡Que  esa 
boda  no  será  sola  en  plazo  breve! 

Don  Segismundo.     ^-Cómo? 

Doña  Elvira.     ¿'Qué.? 

Tomás.  ¡Que  Amalia  y  yo  también  nos  vamos  a 
casar  muy  pronto!  Nueva  explosión  de  alearía.  .-Ver- 
dad, don  Cayetano.? 

Tío  Cayetano.     ¡Verdad,  Tomasillo!  Lo  abraza. 

loMÁs.     ¿Verdad,  don  Segismundo.? 

Don  Segismundo.  Ahrazd7tdolo .  ¡Verdad  y  muv 
verdad!  ^         ^ 

Marucha.  ¡Mira  Amalia  también!  ¡A  la  chita  ca- 
llando! 

Doña  Elvira.  Déjame  que  te  coma,  delirio  de  tu 
madre! 

Besa  efusivamente  a  Amalia.  Todas  sus  hermanas 
la  besan  asimismo  con  gran  júbilo. 

Rosalía.  Aparte  a  Alfredo,  radiante  de  satisfac- 
ción. (¡Dos  menos,  Alfredo  de  mi  alma!  ¡Ya  es^á  más 
cerca  nuestra  dicha! 

Alfredo.  Lo  mismo  a  ella.  ¿Cómo  si  está  más 
cerca.?  ¡Este  verano  las  casamos  a  todas!) 

Tío  Cayetano.  ¡Pues  yo  digo  otra  cosa  además! 
¡bi  señores!  ¡Yo  digo  que  esas  dos  bodas  tienen  ya 
padrmo!  ¿Eh.?  ¡Que  esas  dos  bodas  tienen  ya  padri- 
no! ¡El  tío  Cayetano! 

Aplausos. 

Don  Segismundo.     ¡Cayetano!  Lo  abraza. 

Doña  Elvipa.  ¡Querido  Cayetano!  Lo  abraza  tam- 
bién. ¡El  de  siempre!  ¡El  de  siempre!... 

Extraordinaria  alegría.  La  madre  y  las  hijas  se 
deshacen  las  caras  a  besos  y  los  cuerpos  a  abrazos,  chi- 


A  c  t o  s egundo  79 

liando  de  dicha,  y  los  caballeros  se  abrazan  jovialmen- 
te. Pepín  no  se  da  cuenta  de  lo  que  le  ocurre.  Emilio 
Vázquez  abre  los  brazos  de  cuando  en  cuando  a  ver  si 
alguien  cae  en  ellos,  porque  se  considera  efi  ridículo 
sin  abrazar  a  nadie. 


FIN    DEL    ACTO    SEGUNDO 


ACTO  TERCERO 


Jardincillo  de  una  casita  de  recreo  en  un  pueblo  cercano  a 
Madrid,  en  la  Sierra.  La  casa  está  a  la  izquierda  del  actor. 
Una  verja  de  madera,  pintada  de  verde,  limita  por  el  foro 
el  jardín,  cuya  entrada  se  supone  a  la  derecha.  Al  fondo, 
a  lo  lejos,  montes  y  pinares.  Mecedoras  de  rejilla  y  buta- 
cas de  mimbre.  Un  velador  de  hierro.  Es  a  la  caída  de  la 
tarde,  en  el  mes  de  agosto. 

Doña  Elvira,  sentada  en  tma  butaca,  cose.  Marín 
aparece  tras  ¡a  verja  del  foro,  y  la  llama. 


Marín.     Sch...  sch...  ¡Doña  Elvira! 

Doña  Elvira.     SÍ7i  ver  a  quien  la  llama.  ¿Ouién.^ 

Marín.     ¡Doña  Elvira!  Aquí:  en  la  verja. 

Doña  Elvira.  Viendo  a  Marín  y  levantándose  al- 
borozada. ¡Marín!  ¡Querido  Marín!  ¡Qué  sorpresa  tan 
agradable! 

Marín.     ¿Dónde  está  la  entrada? 

Doña  Elvira.     Ahí  abajo:  a  la  vuelta. 

Marín.  Pues  en  seguida  voy.  Desaparece  hacia  la 
derecha. 

Doña  Elvira.  ¡Cuánto  me  alegro!  Llamando  a  su 
colaborador.  ¡Segis!  ¡Segis!  ¡Mundito! 

De  la  casa  sale  don  Segismundo  en  traje  de  cajnpo. 

Don  Segismundo.     iQué  quieres,  Elvira.? 

Doña  Elvira.  ¿Sabes.^  Marín  está  ahí:  ahora  va  a 
entrar  a  vernos. 

Don  Segismundo.     ;-Hola.'* 

Doña  Elvira.  ¡Consecuencias  de  la  postalita  de 
Marucha!  ¡Qué  talento  tienes! 


82  L  as  de    C ain 

Don  Segismundo.  Saliendo  con  los  brazos  abiertos 
al  encuentro  de  Marin^  que  asoma  por  la  derecha.  ¡En- 
tre usted,  perdido,  entre  usted;  que  no  hay  perro! 

Marím.     ¡Ja,  ja,  ja!  ^'Qué  tal,  don  Segismundo? 

Don  Segismundo.     Bien,  ¿y  usted,  querido  Marín? 

Marín.  ¡Como  nuevo  estoy!  ;Y  usted,  mi  buena 
doña  Elvira?  Ya  la  veo  tan  simpática  como  siempre. 

Doña  Elvira.     Gracias;  muchas  gracias. 

Don  Segismundo.  Ofreciéndole  una  butaca.  Sién- 
tese usted. 

Marín.     ¡Lo  que  me  ha  costado  dar  con  la  casal 

Se  sientan  los  tres. 

Don  Segismundo.  Pero  ¡qué  bien  se  ha  puesto! 
^•Verdad,  Elvira?  Es  otro,  enteramente. 

Marín.  Dígaselo  usted  a  ella.  ;Eh?  Usted  creyó 
que  no  lo  contaba  cuando  la  recaída. 

Doña  Elvira.  El  que  lo  creyó  fué  usted,  grandí- 
simo aprensivo. 

Marín.  La  verdad  es  que  no  podré  olvidar  nunca 
las  atenciones  que  conmigo  han  tenido  ustedes.  Ni 
mi  madre  tampoco. 

Don  Segismundo,     j  Ah!  La  madre...  la  madre... 

Doña  Elvira.  Pues,  a  pesar  de  todo,  tunante,  con- 
fiéselo usted,  si  Marucha  no  le  pone  una  postalita  lla- 
mándole al  orden,  aun  estando  esto  a  cuatro  pasos  de 
Madrid,  se  va  usted  a  su  tierra  sin  venir  a  vernos. 

Marín.      ¡Eso  sí  que  no!  Soy  agradecido. 

Don  Segismundo.  ;Pero  Marucha  le  ha  puesto  a 
usted  una  postal?  ¡Diablo  de  chiquilla! 

Marín.  Sí,  señor:  insultándome.  Bueno:  como 
puede  insultar  Marucha. 

Don  Segismundo.  ¡Ja,  ja!  Maruchita  —  ahora  que 
no  nos  oye  ninguna,  y  no  se  pueden  encelar,  —  Ma- 
ruchita es  la  perla  de  la  casa. 

Marín.     Sí,  señor,  sí.  jY  qué  noticias  hay  de  los  | 
recién  casados? 


Acto    tercero  83 

Don  Segismundo.  (Mieles  y  rosas!  ¿Cuáles  ha  de 
haber? 

Doña  Elvira.  Para  Estrella  y  Amalia,  Pepín  y 
Tomás  son  los  mejores  hombres  del  mundo;  y  para 
cada  uno  de  ellos,  su  mujer  es  la  reina  de  la  tierra. 
¡Hijas  de  mis  amores!  ¡Qué  felices  son! 

Marín.     ^-Y  las  otras,  andan  de  paseo? 

Dox  Segismundo.  Sí;  de  paseo  andan.  ¡Lo  que 
ellas  van  a  sentir  no  ver  a  usted! 

Doña  Elvira.  Ya  se  esperará  un  poco,  a  ver  si 
vuelven. 

Marín.  ¡No  que  no!  Es  bonita  la  casa.  Y  el  jardín 
es  muy  amplio. 

Doña  Elvira.  La  entrada,  como  usted  habrá  vis- 
to, es  hermosísima.  Ahí  a  la  parte  de  atrás  tenemos 
también  algo  de  gallinero,  un  corralillo... 

Don  Segismundo.  No  nos  faltan  comodidades. 
Todo  ello  debido  a  la  mano  pródiga  que  nos  favore- 
ce de  continuo.  Cayetano  vio  a  Marucha  delicadilla... 

Marín.     ¿A  Marucha? 

Don  Segismundo.  A  Fifí;  ha  sido  un  lapsus  Ihi- 
guce...  Y  se  empeñó  en  tomarnos  esta  casita  para  que 
pasásemos  en  ella  el  mes  de  agosto.  Aquí  hay  mon- 
tes, hay  pinos,  hay  aires  puros,  buenos  alimentos, 
buena  leche...  A  los  ocho  días  se  le  conocía  el  cam- 
bio a  la  criatura. 

M.\rín.     ^'Y  don  Cayetano,  está  aquí  con  ustedes? 

Don  Segismundo.  Sí,  señor;  aquí  está.  Fué  con- 
dición que  yo  le  impuse  para  aceptar  su  obsequio: 
que  había  de  disfrutar  de  la  casita  ocho  o  diez  días 
siquiera. 

Marín.  Leí  en  un  periódico  que  lo  habían  nom- 
brado presidente  de  no  sé  qué  Centro... 

Don  Segismundo.  De  uno  de  estos  Centros  regio- 
nales de  nueva  creación.  Ahora  se  entretiene  en  es- 
cribir el  discurso  de  apertura.  Muy  bonito  lo  lleva. 


84  Las   de    Caín 

Marín.  (fSe  restableció  fácilmente  de  aquel  amago 
de  congestión? 

Doña  Elvira.     ¡En  seguida!  ¡No  tuvo  importancia! 

Don  vSegismundo.  Algo  de  bilis...  unos  gases... 
Sin  embargo,  él  anda  preocupado.  En  voz  más  baja. 
Cuando  usted  lo  vea,  no  se  canse  de  ponderarle  lo 
bien  que  lo  halla,  lo  ágil  y  lo  joven  que  lo  encuen- 
tra... ¡Por  desimpresionarlo! 

Maeín.     Descuide  usted:  yo  sé  lo  que  se  agrade-  ^ 
cen  esas  cosas. 

Doña  Elvira.  ¿^Y  va  usted  a  pasar  aquí  algunos 
días.'^ 

Marín.  No,  señora;  he  venido  sólo  por  despedir- 
me de  ustedes.  Me  marcho  esta  noche  en  el  último 
tren,  y  mañana  saldré  al  fin  para  Asturias. 

Don  Segismundo.     ¡Caramba! 

Doña  Elvira.  ¡De  verdad  que  lo  siento!  Pero  es 
tan  natural  que  sus  padres  tengan  impaciencia  por 
abrazarlo...  Su  madre  sobre  todo. 

Don  Segismundo.     ¡Ah!  La  madre...  la  madre... 

Marín.  Yo  no  he  querido  parecer  por  allá  hasta 
llevar  cara  de  salud. 

.Doña  Elvira.  ¿Cenará  usted  con  nosotros  esta 
tarde.'' 

Don  Segismundo.  ¡Ya  lo  creo!  ;Ouién  piensa  en 
otra  cosa.^ 

Marín.     Lo  agradezco  en  el  alma,  pero... 

Don  Segismundo.  Ese  pero  se  lo  guarda  usted 
para  merendar,  como  diría  mi  yerno  Pepín,  que  es 
muy  dado  al  chiste. 

Marín.  Es  que  en  el  tren  me  ha  invitado  un 
amigo. 

Don  Segismundo.  ¡Pues  que  también  venga  ese 
muchacho! 

Marín.  No  es  un  muchacho.  Es  un  señor  que 
tiene  aquí  a  su  mujer  y  a  toda  su  familia... 


Acto    ie  7' cero  85 

Don  Segismundo.  |Ah!...  Dígale  usted  que  lo  he- 
mos comprometido  en  tales  términos  que  no  le  deja- 
mos escapar. 

Doña  Elvira.     ^rQuiere  usted  enviarle  dos  letras.?* 

Marín.  No,  no  hace  falta:  iré  yo  en  persona.  Ya 
lo  convenceré.  Porque,  la  verdad,  me  es  más  grato 
cenar  en  compañía  de  ustedes  que  en  la  suya. 

Don  Segismundo.     Esa  preferencia  nos  honra. 

Doña  Elvira.     ;Lo  esperamos  a  usted,   entonces.? 

Marín.  Desde  luego.  El  vive  aquí  muy  cerca.  Me 
llego  en  un  salto,  cumplo  con  él  y  vuelvo  en  se- 
guida. 

Don  Segismundo.     ¡Ajajá!  Pues  hasta  ahora. 

Marín.     Hasta  ahora.  Se  marcha  por  donde  salió. 

Doña  Elvira  y  don  Segismundo  lo  saludan  con  la 
maito^  despidiéndolo.  Cuando  se  supone  que  ha  salido 
ya  del  jardín^  doña  Elvira  va  a  abrazar  a  su  esposo^ 
toda  regocijada. 

Doña  Elvira.     ¡Mundo!  ¡Mundito! 

Don  Segismundo.     Deteniéndola.  Quieta. 

Doña  Elvira.     ¿Cómo? 

Don  Segismundo.     Quieta. 

Pasa  Marín  por  detrás  de  la  verja  del  foro,  hacia  la 
izquierda,  y  saluda. 

Marín.     Hasta  ahora. 

Don  Segismundo.  Con  extremada  amabilidad. 
¡Adiós! 

Doña  Elvira.     ¡Adiós! 

Don  Segismundo.     Ya  puedes  abrazarme,  Elvira. 

Se  abrazan,  en  efecto. 

Doña  Elvira.  No  acabas  de  sorprenderme, 
Mundo. 

Don  Segismundo.  Pues  estoy  disgustado  conmi- 
go mismo.  Decaigo,  decaigo...  Dos  veces  he  querido 
decir  una  frase  sobre  el  amor  de  madre,  y  no  se  me 
ha  ocurrido  nada  feliz.  Decaigo,  decaigo... 


86  Las   de    Caín 

Doña  Elvira.  Calla,  Mundo:  ¿-qué  has  de  decaer? 
Nuestras  hijas  van  casándose  todas  a  gusto  nuestro, 
y  j'a  quién  sino  a  ti  se  debe  el  milagro? 

Don  Segismundo.  El  chispazo  de  la  inspiración 
habrá  sido  mío,  Elvira;  pero  la  musa  has  sido  tú. 

Doña  Elvira.     Enternecida.  :Yo? 

Dox  Segismundo.  Tú.  Y  el  ideal  lleva  camino  de 
realizarse  enteramente.  ¡Lástima  que  el  apellido  Caín 
no  se  perpetúe! 

Doña  Elvira.  Discretamente  ruborosa.  ^'Qué  sa- 
bemos aún? 

Don  Segismundo.     ;Cómo? 

Doña  Elvira.     Que  aun  no  sabemos... 

Don  Segismundo.     ;Qué? 

Doña  Elvira.  ¿Recuerdas  lo  que  te  indiqué  hace 
unos  días  en  tono  de  chanza?  Pues  acaso  resulte 
verdad. 

Don  Segismundo.     ¿Sí? 

Doña  Elvira.     Sí. 

Don  Segismundo.      ¡En  el  nombre  del  Padre! 

Doña  Elvira.  Nos  ha  rodeado  tanta  dicha  es- 
tos últimos  meses...  hemos  suspirado  tanto  por  la 
felicidad  de  nuestras  hijas...  que  Dios  tal  vez  haya 
querido  otorgarnos  un  nuevo  premio... 

Don  Segismundo.  Mirando  al  cielo,  humorística- 
mente. ¡Gracias,  Señor  de  las  alturas!  ¡Pero  estabas 
cumplido  con  nosotros! 

Doña  Elvira.  ^'Q*^^  dices?  Bien  venga  lo  que 
sea. 

Don  Segismundo.      ¡Oh,  sí!  Bien  venga. 

Doña  Elvira.  Me  voy  a  prepararle  a  Marín  un 
plato  muy  dulce. 

Don  Segismundo.  Pues  yo,  hasta  mañana  ya,  no 
vuelvo  a  mis  cuartillas. 

Doña  Elvira.     ¿A  qué  cuartillas?  ;' Traduces  aquí? 

Don  Segismundo.     No.  Aquí,  creo.  Te  lo  revelaré. 


Acto   tercero  87 

ya  que  estamos  de  confidencias  importantes,  aun  ha- 
ciendo traición  a  mi  temperamento,  que  ama  la  vida 
interna.  Estoy  escribiendo...  el  discurso  que  está 
escribiendo  Cayetano. 

Doña  Elvira.  ¿*Ves.?  ¡Y  hablas  de  decadencia!... 
¡Cuando  te  digo  que  no  acabas  de  sorprendermel 

Don  Segismundo.  Pues...  ¿y  tú  a  mí?  La  mira  de 
un  7nodo  indescriptible.  Ella  se  va  por  detrás  de  la 
casa,  mirándolo  a  él  con  una  sonrisa  tan  dulce  como 
el  plato  que  piensa  prepararle  a  Marín.  ¡Bien,  bien, 
bien!  ¡Perfectamente  bien!...  ¡Mucho,  señor,  mucho! 
Ya  saldrá,  ya  saldrá...  Pasea.  Por  detrás  de  la  verja., 
de  izquierda  a  derecha.,  atraviesa  Marucha  corriendo. 
Luego  pasan  Rosalía  y  Fifi.  ¿Adonde  irá  esa  golondri- 
na.^ Ah,  que  también  vienen  las  otras.  Pero,  ¿y  Alfre- 
do.^ ¿No  salió  con  ellas  Alfredo.? 

Marucha.  Presentándose  alborozada  por  la  dere- 
cha. No  me  lo  digas,  porque  ya  lo  sé.  Hemos  encon- 
trado a  Marín.  Va  a  cenar  con  nosotros.  Alfredo  se 
ha  ido  a  acompañarlo  para  que  no  se  pierda  a  la 
vuelta.  ¿Y  mamá.?  ¿Dónde  esta  mamá.? 

Don  Segismundo.  Preparando  un  dulce  para  el 
convidado,  precisamente. 

Marucha.  Allá  voy  yo  a  darle  una  idea.  Se  mar- 
cha por  detrás  de  la  casa. 

Don  Segismundo.  A  Fifí,  que  llega  muy  cari- 
acontecida  co7i  Rosalía.  ¿Y  a  ti  qué  te  sucede,  Fifí? 
¿Qué  gestillo  es  ese  de  disgusto.? 

Rosalía.  Que  la  viene  siguiendo  un  pollito...  y 
ya  sabes  tú  lo  que  eso  la  enfada.  ¡Como  si  fuera  una 
vieja  pilonga! 

Fifí.     ¡Pues  no  quiero,  no  quiero,  ¡eal  no  quiero!... 

Don  Segismundo.  Alujer,  pero  si  le  has  gustado 
al  chico... 

Fifí.     ¡Pues  no  quiero!... 

Rosalía.     Es  tonta  de  remate. 


88  Las   de    Caín 

Fifí.     ¡No  quiero,  no  quiero!... 

Rosalía.  Pues  eres  tonta,  aunque  no  quieras.  Fí- 
jate, papá;  ahí  viene  él. 

Fifí  se  vuelve  de  espaldas  a  la  verja.  El  Pollito 
pasa  por  el  foro  de  izquierda  a  derecha.  Don  Segis- 
mundo y  Rosalía  lo  observan.  Nuestro  hombre  apare- 
ce de  un  color  y  se  va  de  otro^  porque  no  cogitaba  con 
la  expectación  de  la  familia.  Cuando  ya  no  se  le  ve^ 
suelta  la  risa  Rosalía. 

Don  Segismundo.  No  te  burles,  no.  Tiene  una 
apostura  muy  gallarda...  Yo  jamás  he  visto  una  quis- 
quilla tan  esbelta. 

Fifí.  Gimoteando.  ¡Pues  no  quiero,  no  quiero!... 
¡Todos  serien  de  mí!...  ¡No  quiero,  no  quiero!...  Én- 
trase en  la  casa. 

Rosalía.  ¡Lo  peor  es  que  cada  día  está  más 
tonta! 

Don  Segismundo.     Puede  que  eso  sea  lo  mejor. 

Rosalía.  Puede.  Y  ya  ves  que  le  salen  partidos; 
porque  ¡como  es  tan  mona!...  Pero  no  se  le  acerca  un 
muchacho  que  no  se  vaya  haciéndole  fu.  ¡Jesús,  qué 
chiquilla! 

Don  Segismundo.  ¡Mucho;  mucho!  Dices  perfec- 
tamente. 

Rosalía.  En  Madrid,  si  ella  pone  un  poco  de  gra- 
cia de  su  parte,  entra  en  relaciones  con  aquel  autor 
que  llevó  Alfredo. 

Don  Segismundo.  Aquel  autor  tenía  tanta  gracia 
que  era  muy  difícil  hacerle  ninguna.  Sí.  La  verdad  en 
su  punto. 

Rosalía.  ^jY  el  hijo  del  juez,  que  le  presentó  Al- 
fredo la  otra  mañana.^'  ¡Desesperado  se  fué  el  chico! 
Es  incasable:  incasable.  Convéncete,  papá. 

Don  Segismundo.  ¿Incasable  has  dicho.^  ^"Incasa- 
ble.^ Es  palabra  que  no  enseño  en  ningún  idioma.  Ni 
la  traduzco:  le  tengo  guerra  declarada. 


Acto   tercero  89 

Rosalía.     Pues  lo  que  es  en  esta  ocasión... 

Don  Segismundo.     Ya  saldrá,  ya  saldrá... 

Rosalía.  Mirándolo  vialiciosame^iie.  ^'Que  ya  sal- 
drá.^..  ;Sabes  que  estoy  atando  cabos  y  que  me  figu- 
ro tus  planes? 

Don  Segismundo.     ^-Tú...  mis  planes.^ 

Rosalía.     Sí.  Yo...  tus  planes.  ¡Vaya!... 

Don  Segismundo.  Som-iente.  No  lo  dudo...  No  en 
balde  eres  mi  hija...  Me  alegro,  me  alegro...  Sabes 
que  aprecio  en  lo  que  vale  tu  colaboración...  Ya  sal- 
drá, ya  saldrá...  Sacando  un  libro  del  bolsillo.  Vamos 
a  mi  banquito,  a  conversar  un  rato  con  mi  buen  ami- 
cro  Platón. 

Retirase  por  la  derecha.  Alfredo  llega  precipitada- 
inejite  por  la  izquierda  del  foro^  y  desde  detrás  de  la 
verja  habla  con  Rosalía. 

Alfredo.      ¡Rosalía! 

Rosalía.     ¿Eh?  ¿Quién?  Dios  le  ampare,  hermano. 

Alfredo.     Óyeme  una  cosa. 

Rosalía.     Dios  le  ampare. 

Alfredo.     Vamos,  mujer;.. 

Rosalía.  Espere  un  momento:  voy  a  ver  si  han 
quedado  mendrugos.  ¡Brígida!  ¿Hay  mendrugos? 
Pues  sabe  usted  que  no  hay  mendrugos.  Perdone  us- 
ted por  Dios. 

Alfredo.  Hechizado.  Bueno,  y  si  no  hay  mendru- 
gos, (.-no  tiene  usted  un  traguito  de  agua  que  darme, 
hermanita? 

Rosalía.     La  contestación,  este  otoño. 

Alfredo.     ¡Ja,  ja,  ja! 

Rosalía.  Oye:  ¿a  que  venías  tan  sofocado?  ¿Qué 
has  hecho  de  Marín? 

Alfredo.  Eso  me  traía.  Su  amigo  se  ha  empeña- 
do, ya  que  no  cenan  juntos,  en  que  tomemos  una 
cerveza  los  tres. 

Rosalía.     ;Y  no  tienes  dinero? 


90  Las   de   Caín 

Alfredo.     ¡Guasona!  Tengo  un  tesoro,  que  eres  tú. 

Rosalía.     A  mí  no  me  tienes. 

Alfredo.  ¿No,  verdad?  La  contestación,  este 
otoño. 

Rosalía.     ¡Ja,  ja,  ja! 

Alfredo.  En  serio:  di  a  tus  padres  que  no  se  im- 
pacienten si  tardamos:  que  Marín  corre  de  mi  cuenta. 
Estoy  convenciéndolo  para  que  pierda  el  tren. 

Rosalía.     ¿Ah,  sí.^  Bien  hecho. 

Alfredo.  ¡Y  que  se  quejen  de  mí  tus  herma- 
nitas! 

Rosalía.     De  ti  no  se  queja  aquí  nadie  más  que  yo. 

Alfredo.  Ya  te  quejarás  con  razón.  jTe  voy  a  dar 
muy  mala  vida! 

Rosalía.     ¿"Aluy  mala? 

Alfredo.     Muy  mala. 

Rosalía.  Acercándose  más  a  la  verja,  con  zalame- 
ría. ^-Muy  mala,  muy  mala?...  No  será  tanto,  ¿-eh? 

Alfredo.     Suspirando.  ¡Ay,  Rosalía! 

Rosalía.     Mira;  vete  a  tomar  la  cerveza. 

Alfredo.     Es  un  buen  consejo.  Adiós. 

Rosalía.  Adiós.  Se  queda  junto  a  la  verja  viéndo- 
lo irse. 

Alfredo.     Dentro  ya.  Adiós. 

Rosalía.  Adiós.  Le  sopla  un  beso  que  pone  en  La 
palma  de  su  mano  izquierda.  Después  recoge  graciosa- 
mente en  el  aire  otro  que  se  supone  que  le  manda  Al- 
fredo; vacila  entre  llevárselo  a  la  boca  o  guardárselo, 
y  al  fin  se  lo  guarda  diciendo:  Para  postre.  Marchase 
por  detrás  de  la  casa. 

Sale  de  ella  el  tío  Cayetano,  bostezando  y  despere- 
zándose, en  faz  de  haber  dorynido  una  siesta  de  cuatro 
horas. 

Tío  Cayetano.  Pues  señor,  no  vuelvo  a  dormir 
más  la  siesta. 

Don  Segismundo.     Desde  dentro.  ¡Hola! 


Ac  t  o   t  e  r  c  e  r  o  91 

Tío  Cayetano.     ¿Eh? 

Don  Segismunído.  ¡Ven  con  Dios,  hombre,  ven 
con  Diosl  Sale.  ;Qué  decías? 

Tío  Cayetano.  Nada:  que  no  vuelvo  a  dormir 
más  la  siesta.  Me  levanto  de  un  humor  de  perros... 
con  mal  sabor  de  boca...  se  me  corta  la  indigestión... 
¡Bah! 

Don  Segismundo.  A  mí  lo  que  me  suele  suceder 
es  que  se  me  paraliza  el  cerebro,  y  no  puedo  pensar 
en  algunas  horas. 

Tío  Cayetano.  Igual  me  pasa  a  mí.  Ahora  yo  no 
puedo  pensar  nada,  no  te  creas. 

Do.\'  Segismundo.  Me  lo  explico,  me  lo  explico 
perfectamente...  Pero  a  bien  que  aquí  no  hemos  ve- 
nido a  pensar  mucho,  ;verdad,  Cayetano.'^  sino  a  dar- 
le al  cuerpo  y  al  espíritu  un  poco  de  expansión. 

Tío  Cayetano.  Eso:  un  poco  de  expansión.  Bos- 
tezando. ¡Aaaaah!  Mientras  más  se  duerme  más  se 
quiere  dormir.  Se  sienta. 

Don  Segismundo.  Yo  lo  que  deploraría,  querido, 
sería  que  te  aburrieses. 

Tío  Cayetano.      ¡Quita  allá! 

Don  Segismundo.  Esta  vida  en  familia,  apartada, 
serena,  que  para  mí  tiene  tan  grato  perfume,  quizás 
a  ti,  espíritu  inquieto,  voluntad  independiente,  te  re- 
sulte empalagosa,  sosilla...  ^•No.'^ 

Tío  CayetAxNO.  ¡De  ninguna  manera!  ¡Al  revés! 
Pues  si  yo  soy  un  hombre  que...  Yo...  yo...  Precisa- 
mente yo...  A  mí  dame  tú...  Claro  que  uno...  uno... 
No  siempre  las  cosas...  i^\v}  no  siempre...  Porque 
yo...  yo... 

Don  Segismundo.  ¡Es  claro!  Te  comprendo  muy 
bien:  no  porque  tú  hayas  permanecido  célibe... 

Tío  Cayetano.  No,  no;  pero  si  eso  de  célibe... 
eso...  eso  es  gana  de  murmurar  que  tienen  algunos... 

Don  Segismundo.     ¡Mucho;  mucho!  Hasta  de  Dios 


92  Las  de    Caí 71 

dijeron.  Me  refería  yo  a  que  nada  tiene  que  ver  que 
tú,  por  los  azares  de  la  vida,  hayas  dejado  de  cons- 
tituir una  familia,  para  que  puedas  comprender  y 
apreciar  los  encantos  de  la  vida  doméstica;  lo  que  la 
familia  significa  para  el  hombre;  el  ánimo  que  le 
presta  en  la  adversidad...  en  la  desgracia... 

Tío  Cayetano.  Ahí  va,  ahí  va...  El  ánimo...  el... 
^'eh?...  La  vida  doméstica...  la...  ;eh.''  Porque  hay  mo- 
mentos... hay  momentos... 

Don  Segismundo.  No  te  canses:  ya  sé  por  don- 
de vas. 

Tío  Cayetano.     ^'Eh.^  Hay  momentos...  ^'eh.^ 

Don  Segismundo.  ¡Y  dices  que  no  se  te  ocurre 
nada  cuando  duermes  la  siesta!...  En  la  vida  hay  mo- 
mentos que  son  toda  la  vida.  ¡Qué  bien  lo  has  visto, 
Cayetano! 

Tío  Cayetano.     ¡Eso:  toda  la  vida! 

Don  Segismundo.  Más  de  una  vez  he  hablado  yo 
con  mi  mujer,  y  con  Fifí,  que  es  muy  sentadita,  de 
tu  amargura  inmensa  la  noche  aquella  en  que  te  dio 
el  amaguillo  cerebral. 

Tío  Cayetano.     ¡Oh! 

Don  Segismundo.  ¡Verte  solo  en  tu  casa,  sin  más 
asistencia  que  la  de  tus  criados,  que  por  fieles  que 
sean  no  pasan  de  ser  servidores;  sin  una  mano  que- 
rida que  estrechar,  sin  unos  ojos  en  que  fijar  los  tu- 
yos y  que  te  miraran  como  sólo  miran  los  de  los 
hijos  y  los  de  las  esposas!...  Horrible,  horrible. 

Tío  Cayetano.  Inquieto^  nervioso,  pálido.  Horri- 
ble... es  muy  cierto.  Te  juro  que  pasé  un  ratito... 
Horrible,  Segismundo...  No  me  quisiera  ver  en 
otra,  no. 

Don  Segismundo.  Ni  hay  que  pensar  en  ello, 
tonto...  Por  fortuna  tu  salud  es  de  roble:  tienes  una 
energía  juvenil  que  yo  te  envidio  cordialmente...  Pero, 
¿me  permites  que  te  haga  una  pregunta,  hija  de  una 


Acto   tercero  93 

idea  que  ahora  mismo  entra  en  mi  cerebro,  con  la 
fuerza  de  la  inspiración  momentánea? 

Tío  Cayetano.  Sí,  hombre...  ;Por  qué  no.^  Pre- 
gunta lo  que  quieras. 

Don  Segismundo.  Vas  a  perdonarme  lo  que  pue- 
da haber  en  ella  de  impertinente  o  de  indiscreto; 
pero  tal  como  se  me  ha  ocurrido,  allá  va.  Mirándolo 
con  atención,  y  dándole  un  rápido  golpecillo  en  un  hom- 
bro. ¿Por  qué  no  te  casas.'* 

Tío  Cayetano.  Riéndose  como  quien  se  siente  li- 
sonjeado por  la  pregunta.  ¡Ja,  ja,  ja!...  Por  qué  no  me 
caso...  No  está  mal...  no  está  mal...  Por  qué  no  me 
caso...  Me  ha  hecho  gracia  la  idea...  ¡Ja,  ja,  ja! 

Don  Segismundo.  Sí,  señor,  sí:  y  me  atrevo  a  re- 
petirte la  pregunta:  ¿por  qué  no  te  casas.' 

Tío  Cayetano.  No,  si  ya  lo  he  pensado  yo  mu- 
chas veces...  Yo  ya...  ¿eh.\..  ya  yo...  ;Pero  como  siem- 
pre he  sido  un  turista!... 

Don  Segismundo.     ¡Anda  con  Dios! 

Tío  Cayetano.  Sí,  hombre,  sí:  un  turista...  ¡Siem- 
pre he  sido  un  turistal... 

Don  Segismundo,  yovialmente.  Mira,  mira,  no  te 
me  vengas  a  mí  con  historias...  ;Oué  es  eso  de  un 
turista} 

Tío  Cayetano.  ¡Pues  un  turista!  ¡La  palabra  lo 
dice,  señor!  Un  hombre  que  come  bien,  bebe  bien... 
y  le  gustan  las  buenas  mujeres. 

Don  Segismundo.  ¡Mucho;  mucho!  Y  es  verdad: 
¡siempre  has  sido  un  turista!  Pero  aun  así,  a  pesar  de 
esas  aficiones,  me  declaras  que  muchas  veces  has  pen- 
sado en  el  matrimonio... 

Tío  Cayetano.  Ah,  sí:  he  pensado...  ya  lo  creo 
que  he  pensado...  Antes,  ;eh.^  antes...  ;A  mi  edad  ya 
quién...? 

Don  Segismundo.  íA  tu  edad!  la  tu  edad!  ¡Chis- 
tosa callejuela!  ¡Ja,  ja! 


94  L  a s   de    C ain 

Tío  Cayetano.     H alagadísimo.  ¿Te  ríes,  eh? 

Don  Segismundo.  ^No  me  he  de  reír,  grandísimo 
turista}  ¿-No  me  he  de  reír.^  Tú  lo  sabes  mejor  que  yo: 
eso  de  la  edad  es  el  mayor  de  los  convencionalismos. 
En  rigor,  no  hay  edades.  Hay  quien  se  muere  a  los 
seis  meses  y  quien  se  muere  a  los  noventa  años... 
^Cuál  era  el  más  viejo.^  ¡El  de  los  seis  meses,  que  se 
murió  antes! 

Tío  Cayetano.  Eso  sí:  eso  es  una  verdad  muy 
profunda.  Hay  quien  se  muere  a  los  seis  meses. 

Don  Segismundo.  ¡Más  es!  ¡Hay  quien  teniendo 
veinticinco  años,  tiene  sesenta!... 

Tío  Cayetano.  ¡Justo!  jte  lo  iba  yo  a  decir!  ¡Como 
hay  quien  teniendo  sesenta...!  ^eh.^ 

Don  Segismundo.     ¡No  tiene  más  que  veinticinco! 

Tío  Cayetano.      Justo!  ¡justo! 

Don  Segismundo.  ¡En  mi  casa,  sin  ir  más  lejos, 
lo  ves!  Rosalía  es  mi  hija  mayor:  Fifí  es  la  más  pe- 
queña: ¡pues  ahí  están  ellas  dándole  un  mentís  a  la 
edad!  La  mayor  es  Fifí,  y  la  más  pequeña  es  Rosalía. 
¿•Por  qué.^  ¡Porque  Rosalía  tiene  la  ligereza  y  la  san- 
gre de  una  chicuela  de  quince  abriles,  y  Fifí  tiene 
toda  la  cachaza  y  todo  el  sosiego  de  una  mujer  de 
cuarenta  años! 

Tío  Cayetano.     Sí,  sí.  Ya  lo  he  notado  yo. 

Don  Segismundo.  Riéndose.  ¡Pero  has  tenido  mu- 
chísima gracia!  ¡La  tapaderilla  de  la  edad  que  se  bus- 
ca! ¡Ja,  ja!  Me  voy,  me  voy...  porque  no  quiero  andar 
con  viejos...  no  se  me  peguen  los  alifafes...  ¡Está 
bien!  ¡está  bien!...  ¡Lo  que  tú  eres  un  empedernido 
turista!...  ¡Eso  es  lo  que  tú  eres!  ¡Turista!  ¡Más  que 
turista!...  ¡Me  ha  hecho  llorar  el  demonio  del  hombre! 

Éntrase  en  la  casa,  llorando  materialmente  de  risa. 
El  tío  Cayetano  tarttbién  ríe. 

Tío  Cayetano.  ¡Ja,  ja,  ja!  ¡Qué  Segismundo  este!... 
^Eh.^  ¡Cómo  se  ha  reído!...  ¡Claro!  yo...  yo... 


Acto    tercero  95 

Llegan  por  la  derecha  Alfredo  y  Marín. 

Marín.     ¡Caramba!  ¡Señor  don  Cayetano!... 

Tío  Cayetano.  ¡Oh,  señores!  Queridísimo  Marín, 
;qué  tal  va  ese  valor? 

Marín.  Ya  parece  que  hemos  echado  la  ruina 
fuera.  Muchas  crracias. 

o 

Tío  Cayetano.     ¡Vaya,  hombre,  vaya! 

Marín.  ¡A  usted  sí  que  lo  encuentro  al  pelo! 
¡Pero  al  pelo! 

Tío  Cayetano.     ^-Sí,  eh.^ 

Marín.  Sí,  señor:  unos  colores  envidiables;  un  as- 
pecto de  salud  que  da  gozo.  ¿Verdad,  Alfredo.'' 

Alfredo.  Como  que  esto  le  está  sentando  muy 
bien. 

Tío  Cayetano.  Ah,  sí:  esto  me  está  sentando 
muy  bien. 

Marín.  Muy  bien,  es  poco:  ¡archibién!  ¡Si  parece 
usted  un  muchacho!  ¡Qué  fuego  en  la  mirada!  ¡qué 
lozanía!  Yo,  como  le  he  visto  las  orejas  al  lobo,  nada 
envidio  ya  como  la  salud. 

Tío  Cayetano.  ¡Asomó  el  aprensivo!  Porque  éste 
es  un  aprensivo  muy  grande. 

Alfredo.     Incorregible. 

Tío  Cayetano.  No  sea  usted  aprensivo,  hombre 
de  Dios.  La  ciencia  ha  adelantado  mucho.  ¡Ya  se 
muere  muy  poca  gente! 

Marín.  Toda  la  que  nace,  don  Cayetano.  ¡Pero  ni 
con  usted  ni  conmigo  va  eso  ahora! 

Sale  de  la  casa  Fifí.  En  el  delantal  trae  un  poco  de 
trigo. 

Fifí.  Sorprendida.  Ay,  buenas  tardes.  No  sabía 
que  estaba  usted  aquí. 

Alfredo.     Avisaré  yo  a  todos.  Éntrase  en  la  casa. 

Makín.     ¿Cómo  sigue  usted.-* 

Fifí.     Bien,  ¿y  usted? 

Marín.     Perí^ectamente  ya;  muchas  gracias. 


96  Las  de    Caín 

Tío  Cayetano.     ¿Adonde  vas  con  ese  trigo,  Fifí? 

Fifí.  A  echarles  de  comer  a  las  gallinas.  Con  per- 
miso de  ustedes. 

Tío  Cayetano.  Aguarda,  mujer,  aguarda  un  poco. 
Te  acompañaré  yo  en  la  empresa.  ¡Ja,  ja,  ja!  A  Ma- 
rhi.  Es  una  muchacha...  pero  tiene  cuarenta  años. 
Hasta  ahora,  querido  Marín;  hasta  ahora. 

Fifí  se  va  por  detrás  de  la  casa ^  y  el  tío  Cayetano  la 
sigue. 

Marín.  Adiós,  don  Cayetano,  adiós.  ¡Qué  simpá- 
tica es  la  familia  esta! 

Sale  Marucha  de  la  casa. 

Marocha.     ¡Dichosos  los  ojos,  amigo  Marín! 

Marín.     ¡Oh,  Maruchita!  ^jCómo  va.? 

Marucha.  Es  usted  muy  malo,  muy  malo;  el  más 
malo  de  todos. 

Aíarín.     (iPor  qué  soy  tan  malo? 

Marucha.  Siéntese  usted,  y  se  lo  diré.  Se  sienta 
ella.  ¿O  es  que  está  usted  ya  rabiando  por  irse?  ¿Nos 
va  usted  a  hacer  visita  de  médico? 

Marín.     Todo  lo  contrario:  de  enfermo. 

Marucha.      Co?i  interés  mimoso.  ¿De  enfermo?... 

Marín.     De  enfermo...  ya  curado  y  agradecido. 

Marucha.  ¡Ah!  Me  asustó  usted.  Vamos,  ^no  se 
sienta? 

Marín.     ¿Cómo  no? 

Marucha.  ¡Ay,  qué  lejos!  ¿Usted  se  cree  que  yo 
me  como  a  los  asturianos? 

Marín.  ¡Ojalá!  Se  sie^tta  cerca  de  ella.  Todos  los 
asturianos,  desde  don  Pelayo  inclusive,  se  dejarían 
comer  por  usted. 

Marucha.  ¿Sí,  verdad?  ¡Mira  qué  malo  ha  salido 
de  las  calenturitas!  ¡Picaro!  ¡Más  que  picaro!  Si  no 
paso  el  bochorno  de  escribirle  yo  una  postal,  no  vie- 
ne usted  a  despedirse.  ¡Malo!  ¡Con  los  calditos  que 
yo  le  preparaba!... 


Ac  i  o   í  er  c  e  r  o  97 

Maríx.  Pero,  Maruchita,  ^-de  veras  cree  usted  que 
iba  yo  a  despedirme  a  la  francesa? 

Makücha.     y  tan  de  veras  como  lo  creo. 

Makíx.  Ah,  pues  no:  modifique  usted  su  juicio 
sobre  mi  persona,  porque  entre  mis  innumerables 
defectos,  el  de  ser  ingrato  no  cuenta.  Se  lo  aseguro 
a  usted. 

Makucha.^    ^-Y  el  de  ser  hipócrita? 

Makín.  Ése,  menos:  no  sé  fingir.  Por  eso,  a  ve- 
ces, paso  por  huraño  y  adusto;  porque  no  sé  fingir. 

Makucha.     ¡Anda!  Se  ha  puesto  serio. 

Makín.  Para  que  usted  me  crea.  Y  porque  es 
bien  serio  lo  que  siento.  La  gratitud  que  me  liga  a 
ustedes  durará  lo  que  dure  mi  corazón. 

M  A  HUCHA.     A  y,  lo  que  se  me  ocurre... 

Makín.     ¿Qué? 

Makucha.  Nada;  no  se  lo  digo...  Soy  muy  tonta. 
Siga  usted  hablando,  Marín. 

Makín.  Yo  no  puedo  olvidar  que,  en  una  crisis 
de  mi  vida,  me  he  visto  enfermo,  lejos  de  mis  pa- 
dres, y  de  mi  casa,  y  de  mis  montañas...  y  que  su 
madre  de  usted,  Marucha,  velándome  la  fiebre  a  la 
cabecera,  alguna  vez  llegó  a  parecerme  Ja  mía.  Esto 
yo  no  puedo  olvidarlo. 

Makucha.  jOué  bueno  es  usted,  Marínl  Pero  {qué 
bueno,  qué  bueno!  Aquello  de  malo  que  le  dije  antes 
era  de  broma.  Yo  no  he  visto  nunca  un  hombre  más 
bueno. 

Marín.  Bueno  o  malo,  Marucha,  ingrato  es  lo  que 
desde  luego  no  soy.  Puede  usted  creer  que,  si  dejo  a 
Madrid  con  pena,  es  sólo  por  ustedes. 

Makucha.     ;Por  ustedes?  ¿Y  quiénes  son  ustedes? 

Marín.  Ustedes:  sus  padres,  sus  hermanas,  us- 
ted... 

Marucha.     Usted...  no  es  ustedes. 

Marín.     ¡Clarol  Usted  es  usted. 


98  L  as  de   C  ain 

Marucha.     Yo. 

Makíx.  La  firmante  de  la  postalita,  gracias  a  la 
cual  estoy  yo  aquí 

Marucha.  No  sea  usted  malo,  que  ya  le  he  di- 
cho a  usted  que  es  bueno.  Y  no  finja  usted:  que  lo 
que  menos  le  importa  de  Madrid  es  la  firmante  de  la 
postalita. 

Maríx.  Le  repito  a  usted  que  no  finjo.  Cuando 
no  siento  una  cosa,  no  la  digo  jamás. 

Marucha.  Entonces,  yo  no  sé  qué  pensar  de  us- 
ted... jAy,  qué  hombre  más  malo! 

Marín.  Pero  veo  que  otorga  usted  títulos  de  bon- 
dad y  de  maldad  con  gran  ligereza. 

Makucha.  No,  señor;  sino  que  si  usted  se  va  de 
Madrid  apenado  porque  me  ha  conocido  y  siente  de- 
jarme... pues  usted  es  muy  malo,  Marín. 

Marín.  ^Malo  porque  siento  dejarla  a  usted?  Pues 
¿no  era  malo  porque  me  iba  tan  fresco,  según  usted 
creía? 

Marocha.     Sí,  es  verdad;  y  es  usted  muy  bueno. 

Marín.     ¿Muy  bueno? 

Marucha.  Muy  bueno.  Pero...  francamente...  me 
mira  usted  de  un  modo,  que  es  usted  muy  malo. 

Marín.     ¿Vamos  a  dejarlo  en  regular? 

Marucha.  Eso  es:  regular  de  malo  y  regular  de 
bueno.  Con  unos  granitos  más  de  malo. 

Marín.     ¡Ja,  ja,  jal 

Marucha.  ¿Y  yo,  cómo  le  parezco  a  usted?  ¿Mala 
o  buena? 

Marín.     Muy  mala. 

Marucha.     ¡Qué  pronto  lo  ha  dicho!  Pero  eso  es    \ 
broma;  es  usted  muy  malo;  porque  si  le  pareciese 
tan  mala...   no   le  importaría   a  usted   dejarme.  Ya 
lo  cogí. 

Marín.  Efectivamente;  me  cogió.  No  hay  ré- 
plica. 


Ac  i  o   t  er  c  er  o  99 

Marocha.  No;  de  verdad.  En  serio,  como  se  puso 
usted  antes,  Marín:  ¿qué  le  parezco  a  usted? 

Marín.     ¡Preciosal 

Makucha.     ¡Ay,  qué  malo! 

Makí:í.     Tan  preciosa,  Marucha,  tan  atractiva... 

Makucha.  Por  Dios...  Leopoldo...  no  me  vaya  us- 
ted a  decir  una  cosa  muy  mala  que  le  estoy  leyendo 
a  usted  detrás  de  los  ojos... 

Marín\     ¿'Y  es  muy  mala  esa  cosa,  Marucha.^ 

Marucha.  No...  muy  mala,  no;  regular  de  mala 
también. 

Marín.  Como  yo,  entonces:  eso  le  probará  a  us- 
ted que  es  sincera. 

Marucha.  Pero,  de  todos  modos,  no  me  la  diga 
usted  ahora...  que  me  va  a  dar  muchísimo /«-z/í?... 

Marín.  Si  usted  ya  la  ha  leído,  ¿para  qué  tengo 
yo  que  decírsela-f^ 

Marucha.  ¿Y  si  me  he  equivocado  en  la  lectura, 
Marín  ? 

Marín.  No;  no  se  ha  equivocado  usted,  Maru- 
chita. 

Marucha.  [Ay,  qué  malo!  Digo,  no;  ¡ay,  qué  bue- 
no!... ¡Jesús  bendito!  El  tío  Cayetano  viene  ahí...  Y 
nos  va  a  ver  juntos...  y  se  va  a  pensar  cualquier  cosa 
muy  mala...  Yo  me  marcho...  Leopoldo...  Hacia  allá, 
^sabe  usted.\..  Voy  a  sentarme  en  aquel  banquito... 
Usted  haga  lo  que  quiera...  Cogeré  mientras  una  flor 
y  le  preguntaré  una  cosa...  Se  retira  por  la  derecha^ 
sin  dejar  de  mirar  a  Marín. 

Marín.  ¡Es  encantadora  esta  chica!  ¡Qué  atrac- 
tivo tiene!  Me  da  el  corazón  que  he  hecho  un  viaje 
completo. 

Sale  el  tío  Cayetano  por  donde  se  marchó. 

Tro  Cayetano.  ¿Qué  es  eso,  hombre.^  Pero  ¿aun 
está  usted  aquí  solo? 

Marín.     No,  señor,  no;  estaba  bien  acompañado. 


100  Las  de   Catn 

Hablaba  con  Marucha,  que  se  ha  ido  allá...  a  coger 
unas  flores... 

Tío  Cayetano.  Ah,  vamos,  con  Marucha.  Es  ver- 
dad, sí;  allá  la  veo.  A  coger  flores,  ^'eh? 

Marín.     Ocupación  de  jóvenes,  don  Cayetano. 

Tío  Cayetano.  Justo,  sí;  eso  iba  yo  a  decirle: 
los  jóvenes,  ¿-eh?  a  coger  flores.  ^Sh.?  ¡A  coger 
flores ! 

Marín.  Pues  todavía  puede  usted  coger  alguna. 
¡Porque  usted  se  conserva  que  es  un  gusto!... 

Tío  Cayetano.  ¿Sí,  eh?...  Hombre,  yo...  la  ver- 
dad... Oiga  usted,  yo  siempre  he  pensado  que  eso  de 
la  edad  no  existe... 

'Marín  no  quila  ojo  al  sitio  por  donde  Marucha 
se  fué. 

Marín.     ^Q^^  "^  existe  la  edad.?* 

Tío  Cayetano.  No  existe,  no...  porque...  Usted 
vea:  hay  quien  se  muere  a  los  seis  meses  y  quien  se 
muere  a  los  noventa  años...  y^.  ¿'Cuál  es  el  más  jo- 
ven.f*  ¡Pues  el  de  noventa  años...  porque  el  otro  se 
muere  antes!  ¿Eh.?  ¿eh? 

Marín.  Sí,  señor,  sí.  Temo  que  Maruchita  se  abu- 
rra. Voy  allá... 

Tío  Cayetano.  En  esta  casa  misma  está  el  ejem- 
plo: la  mayor  de  las  muchachas  es  Rosalía,  y  Filí  es 
la  menor.  Bueno,  pues...  ¿usted  no  lo  ha  notado.?  ¡Fifí 
parece  que  tiene  cuarenta  años,  y  Rosalía  diez  y 
seis!...  ¿Eh.^  ¿eh.^  ¿eh.? 

Marín.  Ah,  justo,  sí:  esa  observación  es  muy 
buena. 

Tío  Cayetano.     ¿Eh.?  Rosalía... 

Marín.  Que  sí,  que  sí:  Rosalía  es  la  menor  sien- 
do la  mayor,  y  Fifí  la  mayor  siendo  la  menor.  En- 
tendido. Pero  Maruchita  es  el  término  medio,  que  es 
el  mío  por  ahora.  Dispénseme  usted,  querido  amigo. 
Se  va  con  Marucha. 


Acio   iercero  loi 

Tío  Cayetano.  (El  término  medio!  ¡Qué  gra- 
cioso 1  Ya  yo  se  lo  iba  a  decir...  pero  él  se  an- 
ticipó. 

Salen  de  la  casa  Alfredo  y  Rosalía. 

Rosalía.     Aquí  te  pillo,  aquí  te  cojo. 

Tío  Cayetano,     ^liso  es  a  mí? 

Alfredo.     A  usted,  a  usted  mismito. 

Rosalía.  Prepárese  usted:  se  trata  de  un  tiro  a 
quema  ropa. 

Tío  Cayetano.     ^'De  un  tiro? 

Alfredo.     Sí,  señor. 

Rosalía.  Verá  usted  el  asunto:  Alfredo  me  quie- 
re un  disparate. 

Alfredo.     La  quiero  un  disparate. 

Rosalía.     Yo  lo  quiero  a  él  otro  disparate. 

Alfredo.     Ella  me  quiere  a  mí  otro  disparate. 

Rosalía.  Y  otro  disparate  que  pensamos  hacer 
este  otoño... 

xA.LFREDO.     Son  tres  disparates. 

Rosalía.     ¿"Usted  apadrina  tantos  disparates? 

Tío  Cayetano.  ¡Ja,  ja,  ja!  ¡V^aya  una  preguntita 
salada!  ¡Eso  no  había  ni  que  tratarlo! 

Rosalía.  ¡Ole  mi  tío,  qué  retebueno  es!  Déme 
usted  un  abrazo  muy  fuerte,  muy  fuerte,  muy 
fuerte. 

Tío  Cayetano.  Abrazándola.  ¿-No  se  enfadará  Al- 
fredo? 

Alfredo.  No,  señor;  porque  después  de  abrazar- 
la a  ella  me  abraza  usted  a  mí,  y  yo  me  quedo  con 
los  dos  abrazos. 

Tío  Cayetano.  Abrazándolo,  ¡Ja,  ja,  ja!  ;Conque 
para  el  otoño,  ¿-eh?...  para  el  otoño? 

Rosalía.     Para  el  otoño,  sí. 

Alfredo.     ¡Gracias  a  Dios  que  voy  a  casarme! 

Rosalía.  Que  vamos  a  casarnos;  no  me  dejes  fue- 
ra en  las  gracias  a  Dios. 


I02  Las   de    Caín 

Alfredo.  ¡Como  que  los  dos  soñamos  con  ese 
dial 

Tío  Cayetano.     Sí;  realmente...  ^•eh.'^ 

Alfkkdo.  Realmente,  tío  Cayetano,  dadas  nues- 
tras costumbres  y  la  sociedad  en  que  vivimos,  es  el 
único  estado  en  que  se  puede  pasar  bien. 

Rosalía.  Se  suele  pasar  mal;  pero  es  el  único  en 
que  se  puede  pasar  bien. 

Tío  Cayetano.     Sí,  es  el  único...  sí...  Ya...  yo... 

Alfredo.  La  soltería,  sobre  todo  para  los  hom- 
bres, está  erizada  de  peligros. 

Rosalía.     ¡Erizada! 

Tío  Cayetano.     Sí...  sí  está  erizada. 

Alfredo.  La  vida  entre  criados  o  de  hotel  en  ho- 
tel, es  aburridísima,  fastidiosa... 

Rosalía.  Y  lo  peor  no  es  eso:  sino  que  a  última 
hora  se  encapricha  usted  con  una  fregona  de  buen 
palmito...  o  con  una  lagarta... 

Alfredo.  Y  acaba  por  hacer  viejo  mal  lo  que  jo- 
ven pudo  hacer  bien. 

Tío  Cayetano.  Sí...  eso  lo  he  dicho  yo  mil  veces: 
de   viejo  se  hace  mal  lo  que  de  joven  se  hace  bien. 

Alfredo.  Como  otros  peligros  inevitables  y  tre- 
mendos. Ya  ha  visto  usted  ese  pobre  señor  de  que 
ayer  hablaban  los  papeles.  ;! 

Rosalía.  Una  cosa  horrible:  ¡le  han  cortado  el 
pescuezo  entre  el  ayuda  de  cámara  y  el  pinche  de 
cocina! 

Alfredo.  ¡Por  vivir  solo  como  un  hongo!  ^No  lo 
ha  leído  usted.^ 

Tío  Cayetano.  jNí  lo  leo!  Luego  en  la  siesta  es 
ella:  se  me  representa  todo  junto...  y  no  duermo 
tranquilo. 

Alfredo.  Por  eso  yo,  tío  Cayetano,  este  otoño,  al 
pueblo  con  mi  mujercita.  A  trabajar  allí  como  un 
hombre...  y  a  vivir  contento  y  en  paz. 


Acto   tercero  103 

Rosalía.  ¡Y  el  que  quiera  más  felicidad,  que  la 
pinte! 

Tío  Cayetano.     Que   la  pinte,  ;eh.\..  que  la  pinte. 

Sale  Fifí  por  detrás  de  la  casa  y  atraviesa  hacia  la 
derecha. 

Alfredo.     Que  la  pinte.  ¿-Adonde  vas,  Fifí? 

Tío  Cayetano,     ¡Fití!  ^Adonde  vas? 

Fifí.     Allí  con  Marucha. 

Tío  Cayetano.     Ven  acá,  mujer. 

Roí^ALÍA.     Ven  acá. 

Fifí.  No,  que  está  ahí  Alfredo  y  se  burla  de  mí. 
Vase. 

Alfredo.     |Qué  chiquilla! 

Tío  Cayetano.  Es  una  chiquilla;  pero  tiene  cua- 
renta años. 

Alfredo.     Tiene  más. 

Tío  Cayetano.     ,;Tiene  más,  eh? 

Alfredo.  En  bondad  y  en  sentido  práctico  de  la 
vida  y  de  las  cosas,  tiene  más. 

Rosalía.     [Es  una  señora  mayor! 

Tío  Cayetano,  jja,  ja,  ja!  jDice  que  es  una  seño- 
ra mayor!... 

Alfredo.  Mire  usted,  tío  Cayetano:  a  mí  me  han 
derretido  los  sesos  los  ojos  de  mi  novia,  pero  no  por 
eso  dejo  de  comprender  que  la  perla  de  la  casa  es 
Fifí. 

Tío  Cayetano.  Fifí...  ¿eh.^..  Fifí...  ^Vamos  allá  a 
enredar  un  rato? 

Alfredo.     Vamos  allá. 

Tío  Cayetano.  Del  brazo  de  Alfredo.  ¡Niñas!  ¡ni- 
ñas! ¿Hay  sitio  para  este  par  de  mozos? 

Se  van  por  la  derecha  los  dos.  Rosalía  que  va  a  se- 
guirlos^ se  detiene  al  ver  salir  a  don  Segismu7ido  de  la 
casa  y  y  se  acerca  a  él. 

Rosalía.     Papá. 

Don  Segismundo.     Hola,  secretaria.  ^Qué  quieres? 


'04  Las  de   Caín 

Rosalía.  Haces  muy  bien  en  no  ensenar  en  nin- 
gún idioma  la  palabra  incasable.  Eres  un  genio,  aun- 
que  yo  sea  tu  hija.  Y  Alfredo  te  ha  salido  un  discí- 
pulo que  ya,  ya.  Acaba  de  decirle  al  tío  Cayetano 
que  Fifí  es  la  perla  de  la  casa. 

Don  Segismundo.     ¡Ja,  jal 

Rosalía.  Como  tengamos  hijas,  lo  que  es  a  ése 
no  se  le  quedarán  solteras.  Voy  con  él.  Marchase 
por  la  derecha. 

Don  Segismundo.  ¡Bien;  muy  bien!  ¡Perfectamen- 
te bien!  ¡Mucho,  señor,  mucho!...  Ya  salió,  ya  salió... 
Asomándose  por  detrás  de  la  casa.  ¡Elvira!  ¡Elvira! 

Sale  doña  Elvira. 

Doña  Elvira.     ^Qué  quieres,  Segis? 

Don  Segismundo.  Echa  la  vista  hacia  aquel  ban- 
co, pero  sin  mirar...  Como  si  tuvieses  puestas  las  ga- 
fas negras. 

Doña  Elvira.     ¡Todos  allí! 

Don  Segismundo.     ¡1  odos!  ¡Por  parejas,  Elviral 

Los  dos  miran  disimuladamente. 

Doña  Elvira.  Fifí,  el  ángel  mío,  con  Cayetano... 
¿verdad? 

Don  Segismundo.  Y  Maruchita,  el  otro  ángel 
tuyo,  con  Marín. 

Doña  Elvira.     Pero  ^será  posible,  Mundo? 

Don  Segismundo.     Pues  ^-no  lo  ves  claro,  mujer? 

Doña  Elvira.  ¡Lo  de  Cayetano  sería  demasia- 
da ventura!  ¡Un  hombre  de  su  posición  y  de  sus 
prendasl 

Don  Segismundo.  Pues  dalo  por  hecho.  Cayetano 
no  piensa  más  que  lo  que  a  mí  se  me  antoja  que 
piense.  (Yú  te  haces  cargo?...  Todas  las  mañanas,  has- 
ta que  se  case,  como  quien  le  da  la  ropa  interior,  le 
daré  las  ideas  que  hayan  de  llevarlo  a  la  Vicaría... 
Ese  es  mi  cuidado.  Y  no  creas  sino  que  le  hacemos 
un  gran  servicio.  A  él  y  a  Fifí. 


Acto   tercero  105 

Doña  Elvira.     [Hija  de  mi  alma! 

Don  Skgismundo.  Serán  felices...  serán  felices...  Y 
si  Dios  les  concede  algún  hijo,  no  será  tonto.  Porque 
como  fuerzas  iguales  se  destruyen... 

Doña  Elvira.     No  te  entiendo,  Segis. 

Don  Segismundo.  En  este  punto,  basta  con  que 
rae  entienda  yo. 

Doña  Elvira.  ¿Te  parece  que  los  llamemos  para 
ir  hacia  la  mesa.? 

Don  Segismundo.     ^'Todo  está  listo  ya.? 

Doña  Elvira.     Todo. 

Don  Segismundo.  Pues  a  la  mesa  entonces,  que 
en  la  mesa  se  fortifica  el  amor:  se  alimenta...  y  bebe. 
Llamando.  ¡Jóvenes! 

Doña  Elvira.     Llama  también  a  Cayetano. 

Don  Segismundo.  ¡Si  por  él  he  dicho  lo  de  jó- 
venes! 

Doña  Elvira.      Ya. 

Don  Segismundo.     ¡Jóvenes! 

Tío  Cayetano.     Dentro.  ^Qué  pasa? 

Don  Segismundo.  A  doña  Elvira.  ^iVes.?  A  los 
otros.  ¡Que  la  mesa  espera!  ¡Que  no  se  vive  sólo  de 
ilusiones!  ¡Que  los  viejos,  por  lo  menos  los  viejos,  te- 
nemos apetito! 

Se  oyen  dentro  grandes  carcajadas  de  todos  y  algu- 
nos aplausos. 

Doña  Elvira.     ¡Andad,  andad  hacia  la  mesa! 

Don  Segismundo.  Son  dichosos,  Elvira.  No  hay 
que  dudarlo. 

Aparecen  Marín  y  Marucha. 

Marín.  En  esta  casa,  don  Segismundo,  las  horas 
se  vuelven  minutos. 

Don  Segismundo.  Eso  quiero  yo;  eso  quie- 
ro yo. 

Marucha.  Venga  usted,  Marín,  que  lo  voy  a  sen- 
tar a  mi  lado. 


»o6  Las  de  Caín 

Marín.  jAunque  me  cuelgue  usted  del  techo  es- 
taré contentísimo! 

Entran  en  la  casa.  Don  Segismundo  y  doña  Elvira, 
que  los  contemplan  hechizados,  se  miran  luego  sonrien- 
tes, con  veinticinco  comentarios  en  cada  ojo.  Salen  el 
tío  Cayetano  y  Fifi. 

Tío  Cayetano.  ^Eh,  Fifí?  ^-Lo  apruebas,  Fifí?  Oye, 
Segismundo,  ]e  digo  yo  a  Fifí,  que  si  ese  muchacho 
Marín  se  quedara  un  día  más,  haríamos  mañana  una 
excursión  en  burro.  ¡Se  me  ha  ocurrido  eso!  ^-Rh?  ¡Una 
excursión  en  burro! 

Don  Segismundo.  [Mucho;  mucho!  Una  excursión 
en  burro...  Muy  oportuna  idea... 

Fifí.  ^  ^Iremos  a  Jas  peñas,  tío  Cayetano? 

Tío  Cayetano.  ¡Iremos  adonde  tú  guíes!  Y  aho- 
ra... ahora...  ¡a  hacer  por  la  vida! 

Éíitrase  en  la  casa  con  Fifi.  Los  esposos  vuelven  a 
mirarse  como  antes.  Salen  Alfredo  y  Rosalía. 

Rosalía.  Papá,  mamá:  dice  Alfredo  que  esta  no- 
che pierde  Marín  el  tren;  y  digo  yo  que  mañana  se 
cae  el  tío  Cayetano  de  su  burro. 

Risas  generales. 

Don  Segismundo.  jMucho;  mucho!  Eso  es  de  bue- 
na ley. 

Alfredo.     Don  Segismundo:  doña  Elvira... 

Doña  Elvira.     ^'Qué? 

Alfredo.  Ya  pueden  ustedes  decir  lo  que  gus- 
ten... y  yo  también;  pero  el  que  se  lleva  la  perla  de 
la  casa,  soy  yo. 

Nuevas  risas.  Éntrase  en  la  casa  con  Rosalía. 

Don  Segismundo.     Está  bien...  está  bien... 

Doña  Elvira.     ¡Mundo! 

Don  Segismundo.     ¡Elvira! 

Doña  Elvira.     ¡Conseguido  nuestro  ideal! 

Don  Segismundo.  ¡Que  se  lo  doy  yo  a  los  con- 
quistadores de  América! 


Act  o   tercero  107 

Doña  Elvira.  ^'Le  pides  algo  a  Dios  en  este  mo- 
mento? 

Don  Segismundo.  jSí!  Que  sean  tan  felices  como 
nosotros...  y  que  eso...  ¡sea  varón! 

Se  cogen  del  brazo  y  se  encaminan  hacia  la  casa. 


FIN    DE    LA    COMEDIA 


Santander,  agosto,  1908. 


OBRAS  DE  LOS  MISMOS  AUTORES 


JUGUETES  CÓMICOS 

(PRIMBHOS   BHSATOS) 

Esgrima  y  amor. — Belén,  12,  principal.— Güito. — La  media  naranja. — 
El  tío  de  la  flauta.—  Las  casas  de  cartón. 

COMEDIAS  Y  DRAMAS 

EN    UN   ACTO 

La  reja. — La  pena. — La  azotea. — Fortunato.— Sin  palabras. 

BN    DOS    ACTOS 

La  vida  íntima. — El  patio. — El  nido. — Pepita  Reyes. — El  amor  que 
pasa.— El  niño  prodigio. — La  vida  que  vuelve. — La  escondida  senda. — 
Doña  Clarines. —  La  rima  eterna. — Puebla  de  las  Mujeres. — La  consule- 
sa.— Dios  dirá. — El  ilustre  huésped. 

EN   TRBS   o    Jíis   ACTOS 

Los  Galeotes. — Las  flores. — La  dicha  ajena.— La  zagala.— La  casa  de 
García. — La  musa  loca. — Kl  genio  alegre. — Las  de  Caín. — Amores  y  amo- 
ríos.—El  cente  lario.  —  La  flor  de  la  vida. — Malvaloca. — Mundo,  mundi- 
llo...— Nena  Teruel. — Los  Leales.— El  duque  de  £1. — Cabrita  que  tira  al 
monte... —  Marianela. 

SAÍNETES  Y  PASILLOS 

La  buena  sombra. — Los  borrachos. — El  traje  de  luces. — El  motete. — 
El  género  ínfimo. — Los  meritorios. —  La  reina  mora. — Zaragatas. — El  mal 
de  amores. —  Fea  y  con  gracia. — La  mala  sombra. — El  patinillo. — Isidrín 
o  Las  cuarenta  y  nueve  provincias. 


ENTREMESES  Y  PASOS  DE  COMEDIA 

El  ojito  derecho. — El  chiquillo. — Los  piropos. — El  flechazo. — La  za- 
hori.— El  nuevo  servidor. — Mañana  de  sol. — La  pitanza. — Los  chorros 
del  oro. —  Morritos. — Amor  a  oscuras. — Nanita,  nana... — La  zancadilla. — 
La  bella  Lucerito. — A  la  luz  de  la  luna. — El  agua  milagrosa. — Las  buño- 
leras.— Sangre  gorda.  —  Herida  de  muerte.  —  El  último  capítulo. — Solico 
en  el  mundo.— Kosa  y  Rosita.— Sábado  sin  sol.— Hablando  se  entiende 
la  gente. — ¿A  quién  me  recuerda  usted? — El  cerrojazo. — Los  ojos  de  luto. 
Lo  que  tú  quieras. 

ZARZUELAS 

BIÍ  X7»  ACTO 

El  peregrino. — El  estreno. — Abanicos  y  panderetas  o  ¡A  Sevilla  en  el 
botijo! — El  amor  en  solfa. — La  patria  chica.— La  muela  del  rey  Farfán. — 
El  amor  bandolero. — Diana  cazadora  o  Pena  de  muerte  al  Amor. — La 
casa  de  enfrente. 

B.S   DOS   o   MÁS    ACTOS 

Anita  la  Risueña. — Las  mil  maravillas. 


MONÓLOGOS 

Palomilla. — El  hombre  que  hace  reír.— Chiquita  y  bonita. — Polvorilla 
el  Corneta. — La  historia  de  Sevilla. 


VARIAS 

El  amor  en  el  teatro. — La  contrata. — La  aventura  de  los  galeotes.— 
Cuatro  palabras. — Carta  a  Juan  Soldado. — Las  hazañas  de  Juaailio  el  de 
Molares. — Bccquerlana. — Rincoaete  y  Cortadillo, 


Pompas  y  honores,  capricho  literario  en  verso.  Fernanao  F^,  Madria, 
Fiestas  de  amor  y  '^ots\.?í^  colección  de  trabajos  escritos  ex  profeso  para 
tales  fiestas.  Manuel  Marin.,  Barcelona. 
La  mad recita,  novela  corta. 


EDICIÓN  ESCOLAR: 

Do?)a  Clarines  y  Mañana  desoí.  Editedw'ih  iniroductlon,  notes  ana 
voca¿u'arj>  by  S.  Griswold  Aforley^  Ph.  D.  Assistant  Professor  of  Span'sh^ 
University  of  California.  —  Heatk's  Moiern  Langucige  Series. —Boston, 
New  York,  Chicago. 


TRADUCCIONES 


AL  ITALIANO: 
I  Galeoti.— II   patio,— I    fiori   {Las  flores).  —  La  pena — L'amore   che 
passa. — La  Zanze  i^La  Zagala),  por  Giüski-pe  Paulo  Pacchierotti. 

Anima  allegra  (5¿  genio  alegre),   por  JuAS   Fabkis  y  Oliveí  y  Ltnoi 

MOTTA. 

Le  fatiche  di  Ercole  {Las  de  Caín),  por  Juan  Fabré  r  Olivkr. 

I  fastidi  della  celebritá  {La  vida  intima),  por  Giulio  ds  Medici. 

La  casa  di  García. — Al  chiaro  di  luna. — Amore  al  buio  {Amor  a  es- 
curas), por  LCIGI  MoTTA. 

II  centenario,  por  Frasco  Liberati. 
Donna  Clarines,  por  Gidlio  de  Frenzi. 

Ragnatelle  d'amore  {Puebla  de  las  Mujeres),  por  Enrico  Tkdeschi. 

Mattina  di  solé.— L'ultirao  capitolo. — 11  fiore  della  vita.  — Malvaloca.— 
leltatura  {La  mala  sombra). — Anima  malata  {Herida^  de  muerte). — Chi 
mi  ricorda  lei?  {^A  quién  me  recuerda  usted?),  por  Gilberto  Bbccari  j 

LUIOI  MOTTA. 

AL  VENECIANO: 

Siora  Chiareta  (Doiia  Clarines),  por  Gisro  CaccHBTTi. 

El  paese  de  le  done  {Puebla  de  las  Mujeres),  por  Garlo  MomticbuIíI. 

AL  ALEMÁN: 

Ein  Sommeridyli  in  Sevilla  {El patio).— T>ie  Blumen  {Las  flores).— Dio 
Liebe  gaht  vor'úher  {El  amor  que  pasa). —hebenslast  {El  genio  alegre),  por 
el  Dr.  Max  Brausewetter. 

Das  fremde  Gliick  {La  dicha  ajena),  por  J.  Gustavo  Rohdb. 

Ein  soaniger  Morgen  {Mañana  de  sol),  por  Makt  v.  Ha&bv. 

AL  FRANCÉS: 

Matinée  de  soleil  {Mañana  de  sol),  por  V.  BoRZlA. 

La  fleur  de  la  vie  {La  Hor  de  la  vida),  por  Georoks   Lapond  y  Al- 

BSKT  BOüCHBROjr. 


AL  HOLANDÉS: 
De  bloem  van  het  leven  {La  flor  de  la  vida),  por  N.  Smidt-Rsibsxb. 

AL  PORTUGUÉS: 
O  genio  alegre.— Mexericos  {Puebla  de  tas  Mujeres),  por  Joáo  Sol^h. 

AL  INGLÉS: 

A  morning  of  sunshine  (A/<J«<a«<i  de  sol),  por  Mrs.  LüCRETIA  Xavisb 
Flotd. 

Malvaloca,  por  Jacob  S.  Fassett,  Jr. 

By  their  words  ye  shall  know  them  {Hablando  se  entiende  la  gente),  poi 
John  Gakrett  Undbrhill. 


LIBRERÍA    «FERNANDO    FÉ» 
PUERTA  DEL  SOL,   1 5 

SOCIEDAD    DE    AUTORES    ESPAÑOLES 
PRADO,  24 


DOS  PESETAS 


RARE  BOOK 
COLLECTION 


THE  LIBRARY  OF  THE 

UNIVERSITY  OF 

NORTH  CAROLINA 

AT 

CHAPEE  HILL 


PQ6217 
.T44 
V.18 
no. 1-17